Los recuerdos siempre me acechan en los momentos de mayor calma, pero esta vez debo evocarlos por la fuerza ya que debo hacerles frente para encarar a Pawel en la pulseada final: ya salvé mi vida y ahora debo salvar la de mi hijo.
Es en estos instantes, cuando el mundo alrededor parece detenerse, que las imágenes vuelven a mí, nítidas y dolorosas, como si estuvieran grabadas en mi piel. El golpe seco de su mano contra mi mejilla, la fuerza que utilizaba para dejarme en el suelo, indefensa, mientras su voz resonaba con un veneno que me carcomía por dentro.
"Eres inútil, Madalina. Tienes que aprender a hacer las cosas como te he enseñado, no me obligues a esto de nuevo, por favor, ¡entiende cómo son las cosas y aprende a pensar de una buena vez!”
Recuerdo esa frase tan claramente como si la estuviera escuchando ahora mismo. El dolor físico se mezclaba con la humillación, con la certeza de que, en ese momento, yo no tenía escapatoria ni siquiera de mí misma porque el ser oscuro que me hacía sentir pequeña e insulsa vivía dentro de mí. Estaba atrapada.
Pawel me tenía controlada, no solo por el miedo, sino por las cadenas invisibles que había construido a mi alrededor y a las cuales yo había comenzado a consentir: las palabras que destrozaban mi autoestima, las amenazas constantes y esos momentos de paz que, irónicamente, eran lo que me mantenía allí, esperando que quizá algún día todo mejorara. La idea de que algún día todo iba a cambiar.
Pero nunca mejoró. Al contrario, cada día que pasaba, cada golpe, cada palabra que me creía y que me tragaba, me iba apagando poco a poco.
Recuerdo el sabor de la sangre en mi boca tras pasar por situaciones horribles que creía que eran un accidente, que me las merecía o que yo era quien tenía responsabilidad, recuerdo las lágrimas corriendo por mis mejillas mientras trataba de no llorar, de querer levantarme creyendo que sería capaz de hacerlo, pensando en mi madre y en un futuro al menos. Pero por dentro, estaba rota.
Ahora, estoy sentada frente a mi ordenador, con las manos temblorosas sobre el teclado, terminando el capítulo final de un libro que jamás pensé que escribiría, uno que tengo vetada de publicar por las nuevas normas que quiere imponerme Pawel, luego de que las palabras escritas me hayan salvado en el pasado.
Este libro no es solo mi historia, no es solo un relato de los golpes físicos y las cicatrices que me dejó Pawel. Es un testimonio de mi transformación, de la furia que nació dentro de mí después de tanto dolor y del coraje que ahora me define.
Lo anterior fue una novela que me representó. Esta vez es mi palabra en primera persona. Cada palabra que escribo es una herida que se cierra, un paso hacia la justicia que me he prometido a mí misma conseguir.
Sé que lo que estoy haciendo es arriesgado, sé que al exponerlo, también me estoy exponiendo a mí misma, o a Ivo, pero el día que mi hijo crezca necesito que aprenda a ser feliz e inculcarle que debe aprender a ser fuerte, cauto e inteligente, no por ello menos valiente.
Frente a mí, tengo imágenes impresas de los moretones, de las marcas en mi piel. Recuerdo haber tomado esas fotos en secreto, en los momentos en los que Pawel no estaba.
Y no solo las guardé en el computador sino en la nube de mi mail porque sabía que con él correría peligro todo cuanto tuviera, incluso mi móvil.
Me miraba al espejo, con el rostro hinchado y los ojos enrojecidos, y en lugar de ver a una mujer rota, comencé a ver a alguien que quería sobrevivir. Que quería que su hijo sobreviva. Una mujer que había vuelto a amar a partir de este momento junto a Nikodem, pese a que era consciente de que pasar de brazos de Pawel a los brazos de Nikodem no sería lo más saludable.
Pero a mi me salvó.
Y no existen fórmulas para todos.
A mí me salvó y lo digo con todas las letras, él no me abandonó. Y me amó.
El llanto se apodera de mí mientras releo las primeras páginas del libro. Las palabras que escribí, esas primeras frases que describen lo débil que me sentía entonces, lo indefensa que era…
Mis lágrimas caen sobre el teclado, y trato de seguir leyendo, pero no puedo. Es demasiado. No puedo soportar recordar lo sumisa que fui, cómo me dejé manipular, cómo pensé que no tenía salida.
—¡Por todos los cielos!—murmuro entre sollozos, cerrando los ojos y apretando los puños sobre mis piernas. El dolor no ha desaparecido, solo ha cambiado de forma. Ahora, el dolor está ahí para hacer presente en mi memoria todo lo que soporté, y aquello de lo que nunca más permitiré que vuelva a suceder.
El audio de Pawel, la confesión de sus amenazas, está listo para ser publicado junto con el libro. Aldrich, mi abogado, ha confirmado que tenemos el respaldo político que necesitamos. Un sector importante, figuras influyentes que han decidido apoyarme porque ven en mi lucha algo más grande: la lucha de muchas mujeres que, como yo, fueron silenciadas por hombres poderosos.
Pero saber que tengo ese apoyo no quita el miedo que siento. Estoy expuesta, vulnerable, lo cual necesito que cambie su modo de verse para quedar en tanto una mujer resiliente. Aunque soy más fuerte ahora, aunque he crecido, todavía hay momentos como este en los que me siento contradictoria, en los que siento que todo podría derrumbarse. Que yo podría derrumbarme.
—Madalina. —La voz de Nikodem me saca de mis pensamientos. Me giro, encontrándolo de pie en el umbral de la puerta, con los brazos cruzados y una expresión dura en su rostro. Sabe lo que está pasando. Siempre sabe lo que me está pasando, incluso cuando trato de esconderlo—. ¿Qué haces despierta? Es de madrugada. Madalina… Oh, cielos, ¿estás bien?
Él camina hacia mí, su rostro tenso, su postura firme. Hay algo en él que hoy es diferente. No es la dulzura habitual con la que suele calmarme. Hoy es otra cosa. Una firmeza que me asusta, pero que al mismo tiempo me hace sentir que no tengo otra opción que levantarme.