El eco metálico de la puerta de la celda al abrirse me arranca un latido salvaje en el pecho, de euforia, de justicia, de supervivencia, como si algo en mí despertara tras un largo letargo que me ha caído como una eternidad. Aquí dentro, el tiempo no transcurre; los muros grises absorben cada segundo más que la humedad que ya hay y también se llevan cada pensamiento, cada latido, dejando solo la esperanza.
Los ecos de las amenazas de Pawel resuenan como fantasmas en cada rincón de este lugar donde caí por una bajeza vil de su parte. Aún siento sus palabras como si fueran cuchillas afiladas desgarrando mi resistencia, cada golpe incluso físico de su parte, cada mirada de desprecio clavándose en mi memoria. A veces me pregunto cómo puede ser que una persona haga surgir tanto odio dentro de sí.
Pero entonces, la figura de Lewandowski aparece en el umbral. Su traje impecable y su expresión de triunfo me sacan de mis pensamientos, me anclan con fiereza al presente. Y, contra todo pronóstico, siento algo cálido y reconfortante. Algo que no recordaba cómo se sentía: optimismo. Uno saludable y real, uno que me muestra la oportunidad de que todo pueda ir un poquito mejor al menos.
—Es hora de irnos, Madalina—anuncia él, con seguridad, como si esto fuese un trámite rutinario. Aldrich también está aquí. Salir con él a mi lado hace a su causa por contribuir con mi situación a su imagen.
Asiento, incapaz de hablar. Admito que un nudo de emoción me bloquea las palabras. Me pongo de pie y me ajusto la chaqueta, intentando con ese simple gesto recuperar algo de dignidad, algo de mí misma. Me lavo la cara y luego sigo los pasos de quienes son mis guías en este momento por el camino que conduce a la luz del exterior. Con cada paso que me aleja de esta celda, siento cómo el peso que llevo en el alma se vuelve un poco más liviano.
Al llegar a la sala de recepción, veo que me esperan mis cosas: mi teléfono, el bolso, y ese libro pequeño que tenía entre mis cosas cuando todo esto comenzó. Tocar esos objetos es como volver a un hogar interior, uno que pensé perdido. Son fragmentos de una vida que, hasta ahora, era un recuerdo lejano.
—Te lo dije, Madalina—dice Lewandowski, con una satisfacción apenas contenida mientras firmo mi liberación—. No iba a dejar que esto continuara.
Levanto la mirada, intentando descifrar en su rostro qué es exactamente lo que me hace sentir. Gratitud, sí. Pero también una cautela que no puedo disimular. Lewandowski ha cumplido su palabra y aunque me ha liberado, sé que esta libertad también es su propia victoria cual promesa de campaña, una carta que jugar contra Pawel y su red de influencias. Esta batalla no es solo mía, es también la de él con lo cual siento que he jugado una acertada alianza.
Al salir, el sol me recibe con una calidez inesperada. La luz me envuelve y el murmullo de la calle, las voces y el ajetreo urbano golpean mis sentidos como una ola que limpia el peso de tantas horas de silencio. Siento cómo algo dentro de mí se quiebra y sin poder evitarlo, mis lágrimas comienzan a caer, un torrente de emociones que brota sin control.
—Gracias —logro murmurar, con mi voz quebrada, apenas un susurro.
Lewandowski asiente, colocando una mano firme en mi hombro.
—Este es solo el comienzo, Madalina. Tienes el apoyo de algo mucho más grande. No dejes que te quiebren. Ahora eres el símbolo de esta causa.
Miro a mi alrededor y veo la multitud de periodistas, sus cámaras y micrófonos apuntando hacia mí, mientras yo solo quiero ver a dos personas. La presión es abrumadora, pero algo en mi interior se despierta, una fuerza que no sabía que tenía. Entre la gente, distingo una figura familiar: Nikodem. Al fin…
Me está esperando. Sus ojos reflejan alivio, amor y una suerte de ira contenida. En cuanto me ve, atraviesa la multitud y, sin importarle la atención que atrae, me envuelve en sus brazos, como si estuviera salvándome de una caída interminable.
—Estás bien—susurra, con su voz temblorosa.
—Estoy bien—le respondo, tratando de mantener la compostura—. Estoy libre, Niko. Libre, al fin… Ivo… Dónde…
Entonces la veo también a ella. Ewa, mi amiga, lo tiene a mi bebé en brazos al cual reclamo de inmediato con los flashes y salutaciones de todos alrededor.
—Mi hijito, mi bebé—digo en medio de un llanto cargado de desesperación e Ivo también se aferra a mí con intensidad.
Nos quedamos así, abrazados y en ese instante siento que he recuperado algo invaluable. No solo la libertad, sino también el derecho a luchar, a reconstruir mi vida, a proteger a Ivo de las garras de Pawel.
—Madalina, cariño—me dice Niko—, tenemos que seguir.
—Vamos, Madalina—añade Ewa.
Ahora ellos son mi equipo.
Con todos los demás alrededor nos dirigimos hacia la multitud de periodistas que esperan ansiosos para captar cada palabra. Las preguntas surgen de inmediato, veloces y directas, todas en busca de respuestas sobre lo que ha ocurrido, sobre Pawel y sobre el futuro.
—Madalina, ¿qué planeas hacer ahora? —me pregunta uno de ellos, con el micrófono cerca de mi rostro. Pero Aldrich me insta a dar mi posición.
Respiro profundo. Por primera vez, siento que mis palabras tienen el poder de hacer algo real.
—Voy a seguir luchando —respondo, con mi voz resonante y letal—. No solo por mí, sino por todos aquellos que han sido víctimas de un sistema que protege a los poderosos y aplasta a los indefensos. Pawel intentó hacerme muchísimo daño por culpa de su ambición y de una red de corrupción a la que siempre ha acostumbrado, pero ya no tengo miedo. Hoy, tengo la libertad y el respaldo para contar la verdad. No me voy a callar.
La multitud murmura en aprobación, y siento cómo las cámaras enfocan cada gesto, cada palabra. A mi lado, Nikodem me aprieta la mano, un recordatorio silencioso de que no estoy sola. Lewandowski también asiente y es quien toma la palabra para hacerse eco de mi causa con su discurso inspirador, ese con el que me compró desde el inicio y vale para que Aldrich me advierta que eso ha sido suficiente y ya puedo recuperar la calma para volver a casa cuanto antes.