Segundo tiempo

1.

Capítulo 1: 4 Años de soledad

La ingenuidad tiene un costo muy alto en la vida de una mujer. En mi caso, me costó la libertad. En otros, mucho más graves, hay mujeres que han pagado con su propia vida la ausencia de malicia, astucia o experiencia.

Según datos extraídos de la página Ayuda en Acción, hubo un año en el que al menos 87.000 mujeres fueron víctimas de feminicidio. En su mayoría, asesinadas por sus parejas o exparejas.
Lo sé porque, aunque Liam me diga que soy bruta, inútil e irrelevante, me gusta leer. Siempre me mantengo informada.

Pensar que puedo ser la próxima víctima me aterra. Por eso sonrío falsamente mientras desayuno con quien pensé que sería el hombre de mi vida: mi esposo. El traidor. El que dice que me ama, pero duerme con mi mejor amiga. El que me obligó a usar un dispositivo anticonceptivo para que no se me ocurriera quedar embarazada, sin preguntarme siquiera si quería ser madre.
El que me mantiene estancada en un puesto de secretaria —con todo el respeto que merecen quienes ejercen esta importante labor— solo porque se niega a verme crecer. Porque le gusta humillarme, hacerme sentir tonta e incapaz.
Porque él tiene dinero y poder.
¿Yo? Absolutamente nada.

No tengo nada porque él se encargó de arrebatarme todo y reducirme a ser un simple accesorio: uno que lleva a eventos por compromiso y que debe esperarlo en casa, con lencería cara, para satisfacer sus necesidades y caprichos.

La hermosa historia de amor que vivía en mi mente quedó reducida a un fracaso. Me dejó presa entre los lujos de una casa de cristal y una vida rota, completamente vacía.

—¿En qué piensa mi linda esposa? —Liam se acercó para besarme.
Detestaba que me hablara. Imagínense lo que significaba que me besara.

—Renunciaré al trabajo. No quiero ser más tu secretaria —dije con firmeza, aunque por dentro estaba temblando de miedo.

—No puedes renunciar. Sabes lo mucho que me gusta tenerte ahí, cerca, para llamarte cuando se me antoje que mi linda y dulce esposa me haga mimos en la oficina.

Sentí náuseas al recordar que solo para eso me pagaba, porque había otra secretaria real que hacía el trabajo.

—Tienes a Támara para las labores de secretaria y a Danna, tu amante, para que te haga mimos en la oficina. No me necesitas.

Bebí un sorbo de jugo de naranja mientras el corazón me latía a mil.

—¿Y te mantendré solo por estar aquí en casa, existiendo? No sirves para nada, Navani. Por eso te di ese puesto en la empresa.

Golpeó la mesa con fuerza. Contuve la respiración… y las ganas de llorar.

—Lo sé. No soy lo suficientemente inteligente ni buena para ti. No tendrás que mantenerme, conseguiré otro trabajo —dije mientras le acomodaba la corbata. Eso solía calmarlo.

—Tú no trabajarás nunca. Eres mi linda y hueca esposa, una princesa que no tiene nada más que hacer que consentir a su príncipe.

Volvió a besarme. Tuve que seguirle el juego. No quería volver a la empresa. Aceptaría lo que me pidiera con tal de no regresar y soportar las burlas de empleados y empleadas que sabían que estaba con Danna, ahora subdirectora de la empresa.
Yo solo estaba ahí para darle placer cuando Danna no estaba y él se sentía abrumado por el trabajo.

—Haré lo que me pidas. Mi psicólogo dijo que necesito retomar la universidad y salir de esa empresa si quiero mejorar.

Había tenido una crisis reciente que me llevó al colapso psicológico.

—Volverás a la universidad y estarás fuera de la empresa, solo con la condición de que te retires el dispositivo intrauterino y me des el heredero que necesito.

La idea de traer un niño al mundo en estas condiciones me aterraba. Aun así, asentí. Tomaría anticonceptivos orales sin que él lo supiera. Correría el riesgo.

—Me parece fantástico, amor. Un bebé es todo lo que necesitamos para ser más felices —sonreí, intentando convencerlo.

—Bien. Marcaré tu cita hoy mismo y también tramitaré tu despido. No puedo permitir que la gente vea que renunciaste. Prefiero que sepan que te despedí porque no hiciste bien tu trabajo.

Sonrió de forma macabra y por fin se alejó.

—Ten un buen día —le dije.

Tomó sus cosas y me miró con frialdad.

—No me esperes. Hoy no vendré a casa.

Salió, dejándome con la libertad de derrumbarme.

Lloré desconsoladamente, repitiéndome una y otra vez que no quería vivir más así. Que no merecía esto. Nadie lo merecía.

Nadie merecía ser reducida a una cosa.
Nadie merecía ser humillada.
Nadie merecía ser tratada como basura.
Nadie merecía no ser respetada ni amada.

—Señora Navani, ¿está usted bien? —Gina, el ama de llaves, se acercó a consolarme.

—Me quiero morir, Gina. No quiero vivir así. Estoy presa… ¿Qué hice yo para merecer todo esto?

Ella me abrazó y acarició mi cabello.

—Usted no hizo nada más que enamorarse de un desgraciado. Pero tiene que ser valiente. Tiene que levantarse, ponerse linda, ir a su primera clase en la universidad, conocer gente, hacer amigos y buscar ayuda, mi niña.

Secó mis lágrimas.

—¡No puede rendirse!

Sus palabras me atravesaron.

—Tienes razón. Me quitaré el DIU, iré a clases y seguiré pensando en cómo escapar.

—Eso es, mi niña. Solo ten cuidado…

Me ayudó a levantarme del suelo.

—Y tú también. No me hables cuando él esté cerca. No quiero que la agarre contigo.

Asintió.

—Gracias.

Se le escapó una lágrima antes de volver a la cocina.

Me di otra ducha y me arreglé para la consulta. El chófer que Liam había contratado me esperó afuera como un guardia de seguridad.
Al salir, le llamó para avisarle que estaba lista y que ahora me llevaría a la universidad.

Rodé los ojos de fastidio mientras soportaba el dolor de haberme retirado el DIU y la lentitud con la que Clain conducía. Parecía hacerlo a propósito.

—¿Puedes apurarte? —le dije.




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