Escuchó repiqueteos tras su ventana. Era una combinación peculiar de dos ritmos, uno marcado, el otro a destono. Intentó pintar desde su cama un clima adecuado para salir, de esos en los que el sol no te aletarga, sino que cubre todo con calidez en la justa medida que se necesita para poner en función el reloj de la vida. A Emilio no le desagradaba la lluvia ni el viento frío, pero si le preguntaran cualquier día en cualquier estación del año, si preferia el verano o el invierno, respondería verano. Amaba el sol aunque su presencia trajera consigo la incomodidad del sudor, el bochorno y, si no se tenía cuidado, irritación en la piel, también labios resecos y para algunos, el mal humor por todos los puntos mencionados.
Aquella inmensa presencia dorada lo atraía desde siempre. No comprendía el por qué de la afinidad si no había nacido durante el cenit de un día caluroso y, basado en lo que sus hermanas menores habían investigado para él, el sol no tenía nada en común con su signo zodiacal (información que de todos modos no le interesaba con deferencia, pero aceptaba por el simple cariño que un hermano mayor debe a sus hermanas). Entonces Emilio terminó aceptando sin reproche la idea que su madre acunó para él, en una de esas noches en las que sientes que el monstruo debajo de tu cama te enterrará las garras; la alegría, la seguridad, lo seguirían a todos lados, igual que el sol.
Por eso imaginaba radiantes rayos de luz solar antes de levantarse, importandole muy poco si nubes grises reclamaban el cielo.
Sin embargo, por primera vez en su vida, no fue suficiente sonreír anticipadamente sobre su almohada y hacer lo que siempre hacía. Imaginar no le alcanzó para vitalizarce. Vio a través de su ventana, la lluvia empañó su estado de ánimo tanto como a sus ojos y sus recuerdos del día anterior. El nombre de Angélica subía y bajaba acompasado con su respiración; a veces completo, a veces desordenado, en ocasiones se le dibujaba en su versión corta, Angel. Y para su tortura más delirante, Leo se encontraba también allí, enredado.
Emilio estaba aturdido. Cuando se decidía a seguir una línea, se detenía, de repente la confianza lo abandonaba, ¿qué tal si lo daba todo y el corazón se le iba de una vez por todas? Era consciente de la arrogancia de sus pensamientos. Si alguien había salido con el corazón roto la última vez, llevaba el nombre de Angélica, no el suyo. Bueno, el suyo también, sí, pero no de la misma forma que el de ella. Cuando llegaba a este punto en el que todas las piezas le susurraban que retrocediera, se acercaba al primer retazo de esperanza que estuviera cerca y no lo soltaba.
Pero no le servía de nada darle vueltas y más vueltas al mismo árbol. Se arregló de prisa y salió.
...
–¿Te digo algo? Hasta ahora no estás quedando como el príncipe azul del cuento, más bien eres la bruja envidiosa obsesionada con la más linda del reino.
Emilio comenzaba a reconsiderar su cordura, ¿por qué había decidido hablar con Cristel y no con otro de sus amigos? También conocía la respuesta. Ella nunca, jamás, iba a decirle lo que quería oír. De su boca salía la sinceridad más transparente. Cruel, si se quería.
–Recién comienzo, dame tiempo. Vas a ver que al final estarás de mi lado.
–Lo dudo –dijo entredientes.
–Ah, olvidaba que eres Team Leo.
Cristel escupió lo que acababa de tomar, se desencajaba de la risa ante un Emilio desconcertado.
–¿Team Leo? Dime de dónde sacaste eso, ¡es espectacular! ¿Tú... tú lo inventaste?
Y las carcajadas continuaron. Emilio terminó su desayuno mientras esperaba a que se calmara. Aprovechó para darle un vistazo al restaurante –aunque lo había un millón de veces–, el que él mismo había ayudado a darle forma. ¿Qué palabra había usado Cristel? Espectacular. Esa palabra encerraba lo que era.
–Yo no lo inventé –repuso al fin, con la mano apoyada en la mejilla izquierda, un poco agotado mentalmene–. Fue Óscar.
–No digas mentiras. –Emilio negó con los labios muy apretados. Cristel solo alcanzó a taparse la boca con la mano. ¿Óscar? ¿El formal y correcto Óscar?
–Ok, sí mentí. O podría decirse que fue una verdad a medias. Sabes que Óscar es un romántico, y que le cuenta todo a Jimena. En una ocasión que hablé con él, me contó que su esposa, quien sabía la historia por Óscar y por lo que ustedes (tú, Cristel. Y el hablador de Edgar) le contaban a Óscar, inventó dos equipos por algo que había visto que se hacía en las películas de adolescentes. Y para tu información, Jimena es Team Emi.
Cristel sintió rejurgitar en su garganta el nacimiento de una nueva risa que contuvo a tiempo.
–Alguien tenía que serlo o serías el único en tu equipo.
–Me subestimas.
Ella levantó ambas cejas. La sonrisa brillando sin resquemor no le agradó en absoluto.
–Dime otro nombre.
–No se los he preguntado, qué vergonzoso. Tampoco han de saber esto, además de, tal vez, Edgar.
–Para eso existen los celulares, Emi. Y mejor aún, las conversaciones grupales, ¡me hinco a tus pies tecnología!
La luz de la pantalla que Cristel le enseñaba deslumbró al chico.
Mejor continuaba con la historia de una vez o saldrían de ahí en tres días, con todo y su integridad trastocada.
...
La lluvia era ligera, se cubría de ella con el gorro de su chaqueta. No había querido salir con sombrilla y, de todos modos, no tenía una. Era un domingo por la mañana, no tenía trabajo ni mucha imaginación para pasar el tiempo ese día, así que optó por ir a comprar cualquier cosa para comer en cualquiera de esos puestos instalados en las calles. Llevaba poco dinero encima, qué más daba. Compraría lo más barato, él, que acostumbraba a ir a los restaurantes más caros de la ciudad sin siquiera pararse a pensar en el precio del plato más sofisticado.
Qué buen chiste.
Aunque sería uno que a sus hermanas no les causaría gracia. Él entendía por qué. Tanto Romi (la menor) como Betsi (la niña de enmedio) habían crecido con más libertad, con menos ojos evaluando su desempeño en cada mínima materia. A Emilio, lejos de molestarle, le parecía adecuado. Que las garras de la presión estuvieran posadas en su cabeza valía la pena, siempre y cuando a ellas las mantuvieran alejadas de las vanidosas exigencias que una vida afortunada, a veces y solo a algunos –sabía de conocidos cuya única preocupación era idear nuevas formas de gastar el dinero– , pedía como retribución.