Ethan tomando su patineta se dispuso ir hacia su casa, sin querer recordar mucho la serendipia que había vivido con el hijo de los Harbor. Relativamente sabía poco de él, pese a vivir prácticamente a su lado —y aunque lo negara, más de una vez lo había visto pintando desde la lejanía de su habitación— con esa mirada que parecía controlar cada trazo y esos labios finos apretados por la concentración. ¿Admitirlo lo haría sonar como un acosador? Ethan tampoco lo sabía, ni por qué le estaba dando tantas vueltas, pero en el fondo esa idea retumbaba en su cabeza.
Realmente no quería problemas con el chico, aunque no lo conocía.
era verdad, porque no lo conocía de nada, pese a vivir literalmente a su lado. Eso no le había dado motivos suficientes para odiarlo, ni mucho menos para que le cayera mal. Algo que su padre —un hombre a la antigua, policía y sin duda el hater número uno de los vecinos y de todo ser que no compartiera sus ideales— desaprobaría totalmente.
En verdad, Ethan no entendía por qué se odiaban. Su padre decía que ellos eran un montón de: “inadaptados sociales con métodos de crianza demasiado blandos.”
“Él no se veía tan raro como mi papá lo describe,” pensó.
Pero sacudió la cabeza rápido y solo pensó en una cosa: comprar esas dichosas acuarelas.
Era sábado, ese sábado que Ethan había esperado con ganas, pero él ni se dio tiempo para pensar en otra cosa que no fuera comprarle las acuarelas a ese chico Harbor del que no podía dejar de pensar. No porque el encuentro del día anterior le hubiera dejado huella —más bien, cuando recordaba que le gritó o intentó algo, le causaba cierta gracia y rechazo— sino porque lo había visto en el umbral de su casa reclamándole sus acuarelas. Así que fue a buscar a su cerdito de barro, lo miró, empuñó el martillo y, como si hiciera un sacrificio azteca, el martillo cayó rompiendo el cerdito y dejando caer los centavos.
Ethan suspiró resignado
No manches... yo lo quería para nuevas cuerdas de mi guitarra —pensó, sintiendo cómo se le oprimía el corazón, pero no tuvo tiempo de lamentarse.
Después de desayunar se excusó diciendo que necesitaba distraerse y salió en su patineta hacia el centro del pueblo. Recorrió con la vista varios puestos y allí la vio: una tienda de arte con un letrero manchado de pintura en colores chillones que lastimaban la vista. Suspira de mala gana y entró con el “trin” de la campana.
Dentro todo le mareaba: caballetes, bastidores, latas de pintura, y una dependienta con una sonrisa demasiado grande para ser confiable. Vestía un overol amarillo fosforescente y dijo con voz chillona:
—¡Bienvenido a Pinturín Pinturines! ¿Cómo te puedo ayudar hoy? —dijo, recargándose en el vidrio.
Ethan recorrió la tienda con la mirada.
La dependienta arqueó las cejas y le preguntó
—¿Qué modelo, tipo, saturación, graduación, profesionales o para principiantes?
Ethan sintió que le hablaban en “artistiano avanzado” y se tensó.
—Eh... no lo sé, solo sé que son muy buenas —dijo y, después de pensarlo, quiso que se lo tragara la tierra.
La dependienta se dio la vuelta y regresó con una paleta de madera con detalles dorados en los bordes, exactamente igual a la del chico Harbor. Ethan asintió y ella sonrió:
—Esto es lo que buscabas, ¿verdad?
—Es exactamente lo que estaba buscando. ¿Cuánto cuestan?
—85 dólares —dijo ella con una sonrisa amplia, que parecía burlarse de él, de su cartera, de su economía, de su dignidad y de su poca suerte. Pero gracias al destino, tenía justo esa cantidad.
—V-vale —dijo, temblando por el costo, la verdad es que eran caras.
La dependienta sonrió entusiasmada:
—¡Ay, vamos! No te dé pena, ¡seguro le encantará a tu chica!
Ethan se congeló, sintiendo un rubor recorrer sus mejillas, y rápidamente corrigió:
—No es para una chica... —dijo mientras le rogaba a todos los santos que había escuchado en misa que aquello terminara pronto.
—¿Entonces un chico?
—Ajá, claro, te lo envuelvo en un papel de regalo —decía ella, sonriendo pícara.
—¡Que no! A él no le gustan los detalles... es un chico complicado... Además, yo nunca haría algo así—
Termino saliendo con el regalo envuelto en un bonito papel azul celeste, estampado de nubecitas y un lacito azul marino. Definitivamente, esa dependienta tenía habilidades de negocios... o de manipulación, pues le ofreció un descuento del 10%.
Ethan metió el paquete en su mochila; no quería que nadie lo viera con algo así, en especial sus compañeros. Llegó hasta la casa de los Harbor, miró alrededor, se puso la capucha y tocó la puerta... una, dos, tres veces, hasta que se cansó y dejó caer el paquete envuelto delante de la puerta, echó a correr, pero en ese momento, como una broma cruel y desalmada de un destino que claramente lo odiaba, se tropezó y torció el tobillo, quedando tendido en el pasto.
Entonces vio al chico Harbor abrir la puerta, sonrojado al ver el regalo, y a su vez mirar a su vecino con el pie torcido. No pudo evitar reír.
Literalmente Oliver acababa de ver a aquel chico que le provocaba retivencia doblarse un tobillo mientras intentaba dejar sus acuarelas en su puerta, su papá siempre le había advertído de la familia de los santos, que era un unos salvajes, unos migrantes los cuales solo nos quitan espacio y molestan con su estúpidas rancheras...pero aquel chico moreno le parecía diferente se acercó con timidez.
—Estás bien? Pregunto acomodándose los lentes y extendiendole las manos.
—me acabo de caer al suelo y doblar el tobillo tu crees que lo estoy? —dijo sonriendo de forma sarcastica mientras se ponía de pie— de todos modos haí están tus a acuarelas...ahora ve a pintar
—Oliver...Oliver Harbor, un gusto— dijo el mientras intentaba disculparse por haberle gritando cuando chocó con él
Ethan estaba más que incómodo mientras se marchaba cojeando—
—si si...un gusto, adiós.