No renunciaré a lo nuestro,
Incluso, si los cielos se hacen ásperos,
te daré todo mi amor.
Jason Mraz.
Ser padres nos cambió la vida
Afuera solo se escuchaba el viento colándose entre los árboles, que murmuraban la pérdida de sus hojas. Mientras en la habitación completamente a oscuras el corazón de Samuel le retumbaba dentro del pecho, se sentía en un bucle de emociones que no lo dejaban dormir.
La luz roja del reloj digital, sobre la mesa de noche, marcaba las 12:33 am, mientras Rachell dormía plácidamente a su lado, ni siquiera se atrevía a tocarla para no despertarla, porque temía que mal interpretada su angustia.
No estaba preparado, realmente no lo estaba. Le mintió cuando le dijo que sí, era una extraña mezcla de temor y felicidad. Eran dos emociones completamente distintas que se equilibraban en su interior y no sabía cómo luchar con ellas.
—Necesito prepararme —murmuró haciendo a un lado la sábana y salió de la cama, llevando puesto únicamente un bóxer negro. Dejándose guiar por la débil luz roja del reloj, caminó hasta donde se encontraba su computadora portátil sobre el escritorio de cristal, la agarró y salió.
Bajó las escaleras, sin saber si dirigirse a la cocina o a la sala. Tal vez su lugar de trabajo, o saldría al área de la piscina.
Ver a Snow durmiendo sobre uno de los sofás de la sala, se decidió por hacerle compañía al perro, o tal vez sería la bola de pelos quien le haría compañía a él.
—Hazte a un lado —le pidió al gran canino que apenas elevó la cabeza y volvió a dormir—. Aunque no quieras, aquí me voy a sentar.
Se ubicó a un lado del animal y se colocó la portátil sobre el regazo, mientras el programa iniciaba, Snow se rodó y le apoyó el hocico encima de unos de los muslos, en busca del calor que el cuerpo de Samuel podría brindarle.
Por instinto empezó a acariciar el pelaje gris y blanco del perro, brindándole un poco de cariño, compartiendo uno de esos momentos de ternura que secretamente le prodigaba a la mascota, no sabía por qué delante de Rachell no lograba demostrar ese afecto que le tenía a Snow. Tal vez porque cuando estaba con ella se colmaba de celos, al ver como la mujer que amaba se desvivía por alguien más que no fuese él
—No sé qué vamos a hacer Snow… verdaderamente no lo sé —murmuró sin dejar de acariciarlo y el perro gimió bajito, como si estuviese en la misma situación que él—. ¿Estás preparado para un niño? —preguntó mirando al animal a los ojos y sonriéndole—. No te preocupes, igual seguiré queriéndote —le palmeó la cabeza.
En internet tecleó en uno de los principales buscadores de la red lo primero que sus inquietudes le gritaban.
“Síntomas de mujeres embarazadas” aparecieron cerca de 393,000 resultados en 0,24 segundos.
Entró a uno que anunciaba los principales síntomas del embarazo, convirtiéndose en ese momento en una esponja que adsorbía toda la información. Buscó y buscó, visitó incontables sitios web y al parecer todas las mujeres en estado de gestación sufrían los mismos síntomas. Vómitos, desmayos, mareos, extraños antojo, acidez. Nada que no hubiese visto anteriormente en una que otra película.
A las tres de la madrugada, tanto Snow como él estaban al tanto de casi todo lo que se debía saber hasta el sexto mes de embarazo, incluyendo la vida sexual durante ese periodo, también hizo el pedido de algunos libros referentes al tema, nunca se había imaginado en esa situación. Se podría decir que teóricamente había aprendido sobre todo lo que significaba ser el marido de una mujer embarazada, incluyendo todas las sensaciones que Rachell debía sentir.
Pero saber todo eso no menguaba esa sensación que embargaba su pecho. Se sentía preocupado realmente preocupado. Necesitaba desesperadamente que alguien le ayudara, que le aconsejara.
Siendo consciente de que no le había comunicado a nadie que en menos de ochos meses se convertiría en padre, y que en máximo tres, tenía que estar dando el sí frente a un altar. De lo último no tenía dudas, ya había vivido con Rachell el tiempo suficiente como para tener la certeza de que definitivamente quería convertirla en su esposa y que ningún papel, ni ninguna bendición haría cambiar lo que sentía por esa mujer.
Agarró el teléfono inalámbrico que estaba en la mesa de al lado y marcó al número de Thor, pero la llamada se fue directamente al buzón de voz, sabía que su primo siempre apagaba el celular, porque odiaba que lo despertaran. Finalizó la llamada y se alentó a esperar que fuese una hora aceptable para poder sacarse eso que llevaba en el pecho.
—¿Quieres galletas? —le preguntó al perro que fielmente lo acompañaba. Antes de colocar el teléfono sobre la mesa e ir en busca de las galletas para Snow, se encontró marcando al número de su tío. Suponiendo que ya estaría despierto para ir al grupo.
—Buenos días —saludó dejando de abotonarse la camisa, sin poder evitar sentirse algo nervioso, ante la llamada de la casa de Samuel, cuando en Nueva York, apenas eran un poco más de las tres de la madrugada.