My Little Girl
Antes de que Elizabeth naciera, Samuel Garnett, nunca, bajo ningún concepto pasaría más de quince minutos en una cocina y mucho menos, preparar por él mismo, algo más allá de un par de emparedados o un poco de cereal con leche.
Con su niña no sólo había aprendido a preparar biberones y cambiar pañales malolientes, por primera vez estaba preparando una crema de calabaza. En la cocina todo era un completo desastre, pero nadie podía privarle el placer de alimentar a su hija, sin importar los errores de ensayo.
Rachell se estaba bañando, y la señora Consuelo se encontraba organizando la habitación de la niña, mientras que Snow cuidaba de Elizabeth, y suponía que conversaban, ella balbuceaba sin parar, a esa lengua le temía porque estaba seguro que la había heredado de la madre, que no dejaba de hablar ni dormida. Snow de vez en cuando gemía o ladraba, tal vez mostrándose de acuerdo, porque no tenía más opciones.
Siempre miraba de soslayo, atento a lo que hacía ese par, y reía bajito, porque al parecer, la mariposita exigente lo que le pedía a Snow era que la meciera.
La crema de calabaza estaba casi lista, a su gusto le parecía que estaba bien, pero la única persona encargada de dar un veredicto final, era Elizabeth.
La dejó reposar para que tomara la temperatura adecuada para el paladar de su hija. Poco a poco había aprendido a ser padre, a estar atento a las más exigentes necesidades de su niña.
—¿Cómo va todo? —preguntó Rachell entrando en la cocina.
—Todo bajo control —dijo limpiándose las manos con un paño.
—Para ti, pero no para la pobre de Consuelo. ¡Esto parece campo de batalla! —abrió los ojos desmesuradamente al ver el reguero de leche en polvo, crema de calabaza, agua y un poco de todos los ingredientes que usó para preparar el alimento de Elizabeth—. ¡Hasta en la pared!
Samuel le acunó el rostro y la besó para que no siguiera protestando.
—No fue mi culpa, fue del procesador. Ya no mires —le dijo contra los labios—. Lo importante es que lo he logrado.
—Espero y no termines por envenenar a nuestra niña.
—¡Jamás! Me he cerciorado de la fecha de caducidad de cada ingrediente y que los vegetales estuviesen frescos.
—Estás aprendiendo —le dio un beso de apenas contacto de labios y se fue a buscar a Elizabeth, para lavarle las manos y sentarla en la silla—. Ya veremos si has pasado la prueba.
Samuel sirvió en la tacita de la niña un poco de la anaranjada crema, en su camino hacia el comedor siguió moviendo la vitamínica comida con la cuchara.
—Eli, estoy en tus manos —dijo Samuel acercándose a la niña y ofreciéndole la cuchara, mientras sonría ante ese gesto de su hija al levantar la ceja izquierda, derrochando picardía a raudales.
—Papá, papá —balbuceaba con sus once meses, mientras movía sus bracitos con energía.
Aún no se acostumbraba a las emociones que provocaba en su ser cada vez que su pequeña lo llamaba “papá”. No importaba cuántas veces al día lo repitiera, él se animaba de la misma manera en que lo hizo cuando lo escuchó por primera vez.
—Come un poco, prueba —le pedía, mientras suplicaba internamente que a Elizabeth le agradara esa crema que con tanto amor y dedicación le había preparado.
Ella primero sacó la lengua al tiempo que levantaban ambas cejas, y los ojos azules le brillaban por la luz de la mañana que se colaba por los ventanales.
Rachell estaba atenta a los intentos de Samuel, para que la niña comiera y ver si lograba pasar la prueba de fuego.
Elizabeth abrió la boca y recibió lo que su padre le ofrecía, al probar se saboreó, tragó, y con un movimiento de sus manos pidió más.
—¡Lo he conseguido! —dijo emocionado entregándole la tacita a Rachell para que alimentara a Elizabeth, mientras él celebraba su gran triunfo—. No lo puedo creer —bordeó la silla, elevando las manos en señal de victoria y la niña lo seguía con la mirada, con la curiosidad haciendo mella en su pequeño ser.
Cuando su padre se le perdió de vista, elevó la cabeza, encontrándoselo, detrás de ella, por lo que sonrió pensando que estaba jugando y recibió un beso en la boca que él le diera.
Rachell sonreía, sintiéndose plenamente feliz. Su esposo e hija le hacían los días perfectos, aunque siempre viviera agotada, experimentar momentos como ese, hacían que todo valiera la pena.
Sus noches empezaban a normalizarse, así mismo su vida sexual volvía a ser realmente activa, tanto como lo fue cuando apenas empezaba su relación con Samuel Garnett, cuando las ganas parecían no cesar nunca y aprovechaban cualquier instante y lugar para darle rienda a sus pasiones. Elizabeth ya dormía casi toda la noche, por lo que ellos podían disponer de al menos una hora los días de semana, y amanecer los fines de semana.
Sus días seguían siendo realmente agitados, porque Elizabeth con casi un año aún no se decidía a dejar completamente la leche materna, y tenía que amamantarla tres veces al día, por lo que se la llevaba a la boutique, sin seguir los consejos de algunas allegadas que le sugerían suspendiera definitivamente la manera en que alimentaba a su hija. Lo había intentado, pero cuando su pequeña en medio de lágrimas le suplicaba por un poco de leche materna, su corazón no lo soportaba y cedía a la más tierna petición.