Jueves, 2 de abril.
La ciudad despertaba con una tímida claridad, pintando sus calles con tonalidades grises y azules. La brisa mañanera, llevando consigo el aroma de la humedad y el suave murmullo de los árboles, susurraba al oído de quienes se aventuraban fuera de sus hogares. Pero en medio de ese telón de fondo, en contraste con la previsión general, se encontraba Chris Carter, un hombre inmerso en su propia introspección.
Ajeno al convencionalismo de las capas de abrigos y bufandas que envolvían a los transeúntes, Chris había optado por una vestimenta minimalista. Su elección recaía en un par de prendas negras, un pantalón sencillo y uno de sus incontables buzos con capucha, también en el mismo tono oscuro. No buscaba llamar la atención ni ser admirado por su apariencia, sino más bien sumergirse en la comodidad y la simplicidad de su atuendo.
A pesar del frío que envolvía la ciudad, Chris no temblaba ni mostraba señales de incomodidad. Su cuerpo parecía inmune a las bajas temperaturas, como si estuviera revestido por una coraza invisible que lo protegía de cualquier adversidad. Era un hombre en sintonía con su entorno, capaz de abstraerse de los elementos externos y sumergirse en la riqueza de sus pensamientos.
Reflexionaba sobre la naturaleza del tiempo y la fugacidad de los momentos, deseando encontrar una pausa en la vorágine de la vida cotidiana. Soñaba con un reloj detenido, un instante suspendido en el tiempo donde pudiera respirar profundamente y encontrar respuestas a las preguntas que acechaban su mente.
A pesar de su aparente desconexión con el mundo que lo rodeaba, Chris era consciente de que el tiempo seguía avanzando inexorablemente. Por eso, en su muñeca llevaba un reloj discreto pero funcional, una concesión pragmática a la realidad exterior. Era un recordatorio constante de que, aunque su alma buscara la simplicidad, aún tenía que lidiar con las responsabilidades y exigencias del día a día.
En medio de las oficinas, en un rincón oscuro y monótono, se encontraba Chris, sumido en la cotidianidad de la revista literaria "Líneas Doradas". El espacio en el que trabajaba reflejaba la sobriedad propia de un lugar destinado a la escritura y la reflexión. Situadas en el sexto piso de una imponente torre de uso mixto, las oficinas parecían enclaustradas en un mundo ajeno al bullicio de la ciudad que se extendía allá abajo.
El suelo, frío y pulido, estaba cubierto por cerámicas de un sombrío color grafito, cuyas fisuras y marcas desgastadas contaban la historia de innumerables pasos apresurados. A lo largo del espacio, quince escritorios se alineaban ordenadamente, cada uno con su propia computadora e impresora, mostrando la herramienta esencial para dar vida a las palabras que fluían en aquel lugar.
Al final del corredor, bañado por una tenue luz artificial, se hallaba el baño. Un refugio solitario en el que, en momentos de introspección, los empleados encontraban un escape momentáneo de las exigencias de su labor. Era un lugar silencioso, con sus paredes impregnadas de la humedad del paso del tiempo, en el que los espejos reflejaban rostros cansados y ojerosos que solo se encontraban brevemente consigo mismos antes de regresar al trabajo.
Sin embargo, no muy lejos del ascensor, en una oficina separada del resto, se encontraba Minerva. Una mujer de mediana edad, pero que a pesar de ello conservaba una atractiva apariencia. Su piel, delicadamente suave y de un tono melocotón, contrastaba con sus ojos azules penetrantes y su cabello borgoña, que caía en cascada sobre sus hombros. Pero detrás de esa fachada atractiva, residía una personalidad desagradable y altiva.
Chris no podía evitar sentir una punzada de disgusto cada vez que sus miradas se cruzaban. Minerva parecía desplegar un aire de superioridad en cada gesto y palabra, una actitud que rozaba lo insoportable. Era como si llevara consigo una sombra de amargura que oscurecía el ambiente, convirtiendo su oficina en un espacio inhóspito.
Y así, día tras día, Chris se veía obligado a compartir ese espacio con Minerva. Cada mañana, cuando la veía pasar por el corredor, su rostro se arrugaba en una mueca de desagrado y sus labios pronunciaban en voz baja las mismas palabras: "Minerva... qué mujer desagradable". Era una expresión cargada de la más pura honestidad, pues no había grandilocuencia en sus palabras, solo una observación certera y realista sobre la personalidad de aquella mujer que se encontraba en la cúspide de su antipatía.
Bajo su mirada escrutadora, él estaba convencido de que desde el momento en que ella cruzó el umbral de la oficina, había algo en su contra. No había una razón clara, ni un acto específico que lo llevara a esa conclusión, sino una intuición que se arraigó en lo más profundo de su ser. Era como si pudiera sentir en el aire una tensión invisible, un aura de desconfianza que parecía envolver a Minerva. Aunque nunca lo admitiría abiertamente, en más de una ocasión había compartido con sus amigos su certeza de que sería despedido sin piedad en cuanto ella tuviera la oportunidad. La idea le resultaba descorazonadora, pues reconocía en Minerva una mujer atractiva para su edad, aunque su personalidad restaba varios puntos a su favor.
Aquella mañana, después de haber enviado su informe por correo electrónico a las siete en punto, se encontraba sumido en una serie de tareas mundanas que parecían consumir su tiempo sin aportar ningún valor real. El envío de correos electrónicos triviales, la limpieza minuciosa de la carpeta de spam y el mantenimiento diario de su computadora se sucedían como una rutina monótona y sin sentido. Cada clic del ratón y cada palabra tecleada le recordaban su insignificancia en aquel entorno laboral.
Así transcurrió el resto de su turno, inmerso en una especie de letargo funcional, hasta que, diez minutos antes de que terminara su jornada, Minerva salió de su oficina y se detuvo en medio de la sala, exigiendo la atención de todos los empleados. Su presencia, imponente y enigmática, llenó el espacio con una mezcla de inquietud y curiosidad. Las miradas de los internos se posaron en ella, expectantes, mientras ella preparaba sus palabras en silencio.