Viernes. 3 de abril.
A medida que la alarma seguía sonando, el aire enrarecido llenaba la habitación de Chris, intensificando su sensación de malestar. Las sombras de la penumbra matutina se filtraban a través de las persianas semicerradas, proyectando formas caprichosas en las paredes. El cielo, en su opresivo manto nublado, parecía presagiar un día pesado y agobiante.
Chris, con la mente todavía adormilada, luchaba por desentrañar los sonidos discordantes de la alarma. Parecían agujas afiladas atravesando su cabeza, recordándole la realidad inclemente que lo esperaba. Finalmente, tras unos eternos cinco minutos, logró alcanzar el interruptor y silenciar el insistente zumbido.
Observando a través de la ventana, la imagen de la ciudad se desdibujaba bajo las ráfagas de viento que azotaban los árboles y los edificios. El rumor de la brisa agitaba las hojas secas en una danza melancólica, como si el mundo mismo lamentara la monotonía de los días que se sucedían sin cesar.
El rostro de Chris reflejaba una mezcla de emociones encontradas mientras yacía en la cama, su refugio de su propia realidad. Su mirada se perdía en los objetos que adornaban la habitación, especialmente en la estantería donde descansaban sus figuras de acción. Entre ellas, destacaba Conan, el guerrero que había adquirido años atrás, cuyo valor simbólico superaba con creces el simple hecho de ser una pieza de plástico. A pesar de que su adquisición a los dieciocho años pudiera considerarse inapropiada, la fascinación y el deseo lo habían impulsado a obtenerla.
El reloj, impasible, marcaba las siete y cinco, y Chris sabía que debía enfrentarse a la realidad que le aguardaba. Se incorporó lentamente, dejando caer sus pies sobre el suelo de madera que crujía levemente bajo su peso. Se frotó el rostro con las manos, sintiendo la textura áspera de su barba incipiente. Sus codos se apoyaron en las rodillas mientras se sumergía en una introspección abrumadora.
Una marea de negatividad lo envolvía, amenazando con arrastrarlo hacia las profundidades de su propio abismo. Su respiración se aceleraba y su mandíbula se tensaba, como si su cuerpo respondiera instintivamente al estrés que había ido acumulando durante días. El cansancio no se limitaba a lo físico, era una fatiga que penetraba en su ser, consumiendo sus energías y ahogando sus sueños.
El caos invadía su mente, sus pensamientos eran una tormenta sin control. La duda lo atormentaba, y preguntas sin respuesta danzaban en su cabeza. ¿Había sido un error estudiar literatura? ¿Debió haber seguido el camino del periodismo, buscando una salida más estable en un mundo incierto? Las licenciaturas en lengua y literatura, y ciencias políticas, parecían condenadas a ser simples adornos en su currículum, sin una aplicación práctica que le permitiera desplegar su talento y obtener una recompensa digna.
La realidad le mostraba su cruda cara, revelando la dura verdad de un mundo donde la incertidumbre se había vuelto moneda corriente. La ciudad, en constante agitación, reflejaba la inestabilidad que permeaba en todos los ámbitos de su vida. Pero Chris se negaba a dejarse vencer por las circunstancias desfavorables. La determinación se alzaba en su interior, alimentada por la voz de su propia consciencia. Mañana podría caer el cielo, pero él sabía que no podía permitirse quedarse en la inmovilidad. La única opción era seguir adelante, aunque el peso del mundo pareciera aplastarlo.
Chris dejó de hacer catarsis, apartó las manos de su rostro y se dispuso a buscar la ropa que usaría para su encuentro con Alison. No necesitaba arreglarse demasiado, dado que era primavera, pero aquel día hacía frío. Tomó una remera al azar de su armario, situado a cinco pasos a la izquierda del pie de la cama, y a unos tres pasos a la derecha de la puerta. Agarró uno de los varios buzos con capucha que tenía guardados desde hace quién sabe cuánto tiempo, junto con un pantalón negro sencillo. Sus zapatillas blancas habían visto días mejores, pero no tenía intención de reemplazarlas. Aunque ganaba mil dólares a la semana, unas zapatillas nuevas, aunque no fueran de alta calidad, costaban quinientos dólares. No estaba dispuesto a gastar la mitad de su salario semanal en un par de simples zapatillas. Después de seleccionar la ropa, se dirigió al baño, que se encontraba en una habitación contigua a la suya, a tan solo tres o cuatro pasos de distancia entre las puertas.
Antes de entrar en la ducha, se cepilló los dientes. Una vez terminado, comenzó a ducharse. Sintió cómo los músculos se tensaban con el paso del agua tibia por su cuerpo. Siempre se decía, o al menos eso creía, que una buena ducha tenía propiedades terapéuticas, y en ese momento podía comprobar que aquellos que lo afirmaban tenían razón. Al salir y dirigirse hacia el espejo, no pudo evitar notar un descuido.
Y ahí estaba, su primer error del día: no se había afeitado. Sin muchas ganas de seguir quejándose, tomó el jabón y lo frotó suavemente alrededor de su rostro hasta que quedara bien enjabonado. Acto seguido, sacó la maquinilla de afeitar del botiquín y la pasó con cuidado por las áreas cubiertas de espuma. Luego se enjuagó con abundante agua para asegurarse de estar completamente limpio. Se secó con la toalla y quedó como nuevo. Finalmente, podía vestirse.
Por lo general, esa era su rutina diaria antes de ir al trabajo: cepillarse los dientes, afeitarse, ducharse, prepararse un café fuerte y, después de lavar lo que ensuciara, dirigirse a la oficina. Le gustaba que todo estuviera lo más ordenado posible, ya que su vida era bastante caótica. A veces sentía que se estaba convirtiendo en un autómata. Pero hoy, como iba a desayunar con Alison, no hacía falta que preparara café. Total, ¿qué más daba?
No era la persona más alegre del mundo, eso estaba claro. Por eso valoraba tanto a sus amigos, aunque no los viera con frecuencia. Siempre añadían esa chispa que a menudo le faltaba. Paul se entrometía en su vida, Jeremy hablaba de chicas y Dave insistía en que había que relajarse. No sabía qué haría sin ellos.