Leo se adentró en el edificio abandonado, su paso firme resonaba en el silencio de la noche. La pistola en su mano relucía con la luz de la luna que se filtraba entre las grietas del techo, y sus dedos se aferraban a ella con rabia contenida. Apenas le sorprendió encontrar la puerta entreabierta, como si su objetivo estuviera esperándolo. Sin dudarlo, empujó la puerta y entró.
Ahí estaba ella, de pie, dándole la espalda con tanta calma que le pareció un insulto. Parecía inmóvil, y cuando finalmente giró para mirarlo, sus ojos se encontraron, pero lo que Leo vio no era lo que había anticipado. No había en su mirada ni un rastro de la locura desatada de la que había sido testigo, tampoco de miedo. En cambio, sus ojos parecían inexpresivos, como si nada de lo que hiciera pudiera afectarla.
Pero para Leo, ya nada de eso importaba. Sentía cómo su rabia le palpitaba en el corazón, la furia se intensificaba al recordar todo lo que había perdido por causa de esa mujer.
Este encuentro iba más allá de palabras o de explicaciones, se trataba de justicia, o tal vez de venganza. Sin apartar su vista de ella, levantó el arma, y su voz salió baja, ronca, cargada del dolor que apenas podía contener.
—¿Algo que decir antes de que esto termine? —gruñó, con la mirada fija en ella, esperando alguna señal de remordimiento o, al menos, alguna emoción.
—¿Escucharás? —Preguntó ella, con voz tranquila.
Leo apretó la mandíbula, sintiendo cómo su desprecio crecía al escuchar las palabras de Neri. Apretó el arma con más fuerza, controlando el impulso de actuar en ese instante, como si su mano estuviera destinada a apretar el gatillo en cualquier segundo. La figura de Neri, con su piel pálida, sus orejas de zorro azul marino erguidas y alertas, le parecían un recordatorio constante de cada problema en el que se habia metido por ella.
—No puedo creer que hayas sido tan vil, Neri —reprochó él.
Ella apenas pestañeó, pero sus ojos, que parecían albergar estrellas en un brillo oscuro y misterioso, no se apartaron de él. Su cabello, largo y del mismo tono azul marino, caía en rizos brillantes de una forma que Leo hubiera encontrado hermosa alguna vez, pero ahora solo le traía amargos recuerdos. Los colmillos de Neri, apenas visibles cuando entreabrió los labios, le daban una expresión salvaje que desmentía su aparente calma.
—Nunca quise hacerte daño —susurró ella, con una voz suave, por un instante, pareció estar a punto de quebrarse.
—¿Nunca quisiste? —repitió él con sarcasmo, su voz temblaba de furia—. ¿Entonces qué fue todo eso, Neri? ¿Por qué utilizarme para algo tan banal?
Neri se mantuvo en su lugar, respirando hondo, sobando uno de sus brazos. Esta vez, no retrocedió. Levantó las manos lentamente, tratando de calmarlo.
—Leo, no entiendes... —comenzó, casi suplicante—. Yo de verdad te quise, aún te quiero.
Leo soltó una risa amarga, sin apartar la vista de ella, y sus dedos temblaron en el arma.
—¿Querer? ¿Qué sabes tú de amor sincero, zorra? —espetó, sin poder contenerse—. Ya nada de lo que digas puede cambiar lo que me hiciste.
Neri lo miró con tristeza y resignación, aceptando por primera vez lo inevitable. Los destellos en sus ojos parecieron apagarse por un segundo, dejando solo arrepentimiento en su mirada.
—Si escucharas, tal vez entenderías… aunque sé que nada de esto lo arreglará —murmuró en el momento en que sus ojos se humedecieron.
Leo se mantuvo en silencio por un momento más, sin saber si ese brillo en sus ojos era el inicio de una disculpa o una última manipulación.
—Vas a pagar por todo —aseguró él—. ¿Alguna última voluntad?
Ella lo miró en silencio por un instante, y entonces, dio un paso adelante. Sus orejas se inclinaron hacia abajo, casi pegadas a su cabeza, por la pena que parecía cargar. En sus manos que no dejaban de temblar, sostenía una hoja de papel que extendió hacia él. Leo se la arrebató sin duda o compasión.
—Léela cuando hayas completado tu venganza —suplicó ella apenas, dando un paso más cerca hasta que el arma quedó apoyada contra su pecho. Con aceptación tranquila, esperó la acción final sin intención de escapar—. Solo pido eso, cazador.
Él entrecerró los ojos, intentando desentrañar si esto era alguna especie de despedida sincera. Pero su rabia lo nublaba, y sin detenerse a pensar, jaló el gatillo.
Observó el espacio vacío donde Neri se había desvanecido. No hubo sangre, ni el desplome de su cuerpo.
En cambio, solo quedaron sus lágrimas, cayendo como pequeñas estrellas hasta que su forma se disolvió por completo en múltiples destellos de luz. Era como si Neri misma hubiera sido una ilusión, un sueño quebrado en su último momento de tristeza.
Leo respiraba con dificultad, su cabeza amenazaba con una potente migraña, y su mano aún temblaba por la fuerza del disparo. Bajó la mirada hacia la hoja que le había sido entregada, vacilando, temeroso de lo que pudiera encontrar en sus palabras. Finalmente, se armó de valor y la abrió.
En cuanto leyó las primeras líneas, su rostro palideció, sus facciones se deformaron en una expresión de puro terror:
"Te lo ruego, ten piedad por quien descansa debajo de las escaleras..."
El papel cayó de sus manos. No necesitó pensar dos veces. Con pasos apresurados, llenos de desesperación y angustia, corrió hacia las escaleras de concreto. Debajo, donde el espacio formaba una pequeña cueva en la oscuridad, Leo divisó una figura diminuta.
Ahí, dormía plácidamente una cría de zorro de pelaje azul, con un aire delicado que delataba su juventud. Su respiración era tranquila y suave. El corazón del cazador se detuvo un segundo al reconocer la misma familiaridad en su pequeño cuerpo.
—No puede ser… —murmuró, sintiendo un nudo en la garganta, abrumado por la sorpresa y la culpa que empezó a tomar forma en su interior.
Había estado buscando justicia, cegado por su propia furia, y ahora comprendía la verdadera razón detrás del sacrificio de Neri.
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Editado: 03.06.2025