Para ti, que me cuidaste con una sonrisa y ternura,
aunque ahora nos hayamos distanciado.
Gracias por los días en que fuiste hogar,
aunque la despedida y el entendimiento quizá no llegue.
Esta historia nació del amor que sembraste…
y floreció también en la ausencia.
No sé si volveremos a encontrarnos,
pero desde estas páginas, te dejo ir con amor.
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Atto I – Ouverture del Rimorso
¿Quién eres, Leo, si la sangre en tus manos es la única verdad que te queda?
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La puerta se abrió con lentitud, mostrando el apartamento demasiado limpio para el desastre que cargaba en brazos.
Leo entró con un andar torpe y encendió una lámpara del pasillo, cuya luz no pudo disimular la palidez casi enfermiza de su rostro. Mantenía la mandíbula apretada. No por rabia, era la única manera en que podía evitar que le castañearan los dientes.
La cría chilló.
Fue un chillido agudo y estridente, similar a un silbido que le arañaba los tímpanos. El joven apretó los párpados. Sus dedos temblaban alrededor del cuerpo diminuto envuelto en una manta que no olía más que a suciedad.
Dejó la puerta entreabierta a sus espaldas. No por descuido, simplemente no podía permitirse girar el cuerpo todavía. Sus costillas gritaban. Las heridas seguían ahí, aún punzantes, mal vendadas. No había ido a un hospital ni recibido atención por parte de algún médico profesional. No podía, ni quería. Las cicatrices eran algo privado. Y las suyas aún estaban demasiado frescas.
Avanzó por el pasillo apenas consciente de su entorno. Todo en su apartamento parecía demasiado diferente, no porque estuviera desordenado —al contrario, todo brillaba justo en su sitio— sino porque ya no pertenecía ahí. O así se sentía.
El chillido continuó.
—Cállate… —susurró, sin fuerza. No como una orden. Era más bien una súplica.
Entró a la sala y la colocó con torpeza sobre el sofá de terciopelo gris oscuro. El temblor de sus manos se volvió más visible bajo la tenue luz. Todo su cuerpo parecía querer deshacerse en pedacitos.
La cachorra se revolvió, soltando un gemido más bajo, casi un lamento. Tenía los ojos cerrados y el hocico húmedo. Su pelaje azul oscuro estaba sucio, y tiritaba más que él.
Leo se quedó allí, de pie, sin saber qué hacer. Sentía las yemas de los dedos arder, la pistola seguía en su cinto. No se había desecho de ella, pero tampoco podía tocarla de nuevo. La sensación de su piel al rozar el metal le resultaba insoportable.
La había usado. Con ella había matado a Neri.
Ese pensamiento rebotó contra las paredes perfectas del apartamento igual que si alguien lo hubiera gritado. Cerró los ojos e inhaló profundo por la nariz. Lo suficiente para captar el aroma limpio innecesariamente lujoso.
Se quitó la gabardina negra y la dejó caer al suelo. No se atrevió a mirar la prenda, ni siquiera cuando tuvo que resistir el dolor de sus heridas ocultas bajo la camisa para cerrar la puerta.
Los chillidos no se detuvieron, eran más urgentes.
—¿Qué quieres ahora? —murmuró, pasándose una mano por el rostro.
Él no tenía idea. Ninguna maldita idea.
Sus pasos lo arrastraron a la cocina reluciente. Abrió la nevera, entonces vio la leche y las compras mínimas que su tío le había llevado justo después de que lo recogió de la prisión. Fue lo único que consideró una idea decente.
Vertió un poco en una taza, pero las manos le temblaban tanto que derramó la mitad sobre la encimera. No se molestó en limpiarlo, al menos de momento. Llevó la taza con cuidado a la sala y la dejó en el suelo, cerca del sofá.
La cachorra no se movió, el tampoco.
Se dejó caer contra la pared, al lado de la puerta. Sentado en el suelo frío con las manos sobre las rodillas. Observaba, respirando, temblando.
Y por un momento, pensó que quizá si cerraba los ojos y no los volvía a abrir, todo desaparecería. La pistola, la acción que acababa de cometer, los recuerdos, las traiciones.
Ella.
No sabía cuánto tiempo había pasado, podrían haber sido minutos o una eternidad en pausa. Él no se movía, ni pestañeaba. Solo escuchaba el latido dentro de su cabeza. La respiración le temblaba en el pecho, no tanto por falta de aire, sino por todo lo que cargaba.
Y entonces, sin piedad, algo ocurrió.
No fue un recuerdo completo, solo la sensación del metal frío contra la piel. Su propia carne abierta, el fugaz recordatorio de voces apagadas por el agua. De una pregunta repetida una y otra vez.
Y luego, el olor a carne quemada y cabello humeante proveniente de él.
Leo jadeó como si sus propios pensamientos lo estuvieran ahogando. Las manos se le cerraron sobre la tela del pantalón y se encorvó de golpe, apretando los ojos con fuerza. Quería escupir, arrancarse la lengua, saber si esos recuerdos no le jugaban en contra, ¿Lo había soñado? ¿Lo había vivido? ¿Acaso importaba?
Estaba sudando.
Y la maldita pistola seguía ahí. Podía sentir su peso en la cintura. Se la desabrochó de un tirón y la lanzó al otro lado de la sala.
Luego por primera vez desde que cruzó la puerta, la cría emitió un sonido distinto. Un pequeño “¡gua!” que se parecía más a un susto que a otra cosa.
Alzó la vista.
La cachorra se había arrastrado torpemente hasta la taza. La estaba empujando con el hocico, olfateando como si fuera el hallazgo de su corta vida. Un segundo después, la volcó con una torpeza adorable y el contenido la empapó por completo.
Entonces chilló, quizá por sorpresa o indignación.
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Editado: 03.06.2025