Abrió la puerta sin ceremonia.
Ahí estaba su tío, con expresión firme y serena seguro de tener el mundo bajo control. Vestía su uniforme, igual que siempre.
—Vaya, al fin —dijo el veterano, examinando al chico con la mirada y una sonrisa impaciente—. Pensé que tendría que tumbar la puerta, Leo. ¿Recién despierto? A estas horas...
La luz de la mañana le lastimaba la vista. Se llevó una mano a la frente, frotandola un poco.
—No esperaba visitas —gruñó, con la voz ronca por el sueño.
—Lo noté. —Su tío entró sin pedir permiso—. Vístete. Debemos pasar por las oficinas. La burocracia no se firma sola, y tu paga te está esperando. Has cumplido tu deber. Con excelencia, diría yo.
Leo sintió incomodidad ante esas palabras: "has cumplido”. Igual que si Neri hubiera sido solo un nombre más.
Cómo si no hubiera acabado con la vida de la mujer a la que antes consideraban el mejor partido para él.
—No me he duchado —comentó, tratando de hacer tiempo. De evitar que lo forzara a asistir.
La puerta de su cuarto seguía cerrada. Los rasguños habían cesado, pero el silencio solo lo puso más ansioso.
—Lo dejaremos pasar por hoy —respondió el visitante—, ahora date prisa.
Se adentró en la sala solamente cuando la puerta fue cerrada. Tenía el poder absoluto y lo sabían.
La diferencia se notaba en el andar de ambos: los pasos del hombre eran firmes y seguros. Mientras que del joven cazador, eran más comedidos, midiendo exactamente cuánto espacio podría ocupar sin incomodar. Sin provocar.
Sin decir nada fue a buscar ropa que tenía en un pequeño armario desmontable de la sala.
—Ropa de emergencia, ¿eh? —dijo el cazador veterano, al ver cómo su sobrino sacó ropa perfectamente doblada: pantalón negro, camisa oscura sin arrugas, zapatos limpios ya alineados. Casi demasiado perfecto.
—Siempre lo tengo listo —respondió Leo. Empezó a vestirse ahí mismo, con naturalidad, sin desnudarse del todo. El hombre asintió, en aprobación
El pudor no era una opción en la crianza de cazadores.
—Nunca sabes cuándo llamará el deber. O cuándo vendrá alguien a revisar tu desempeño.
Leo era un caos por dentro, pero por fuera, solo abotonó su camisa, indiferente. Luego, levantó la gabardina negra de la noche anterior que había permanecido en el piso, la sacudió con fuerza un par de veces, y se la puso.
—Péinate —ordenó el mayor.
Leo se quedó un segundo quieto. Uno de sus mechones rebeldes cruzaba su frente. Tomó un peine de la cajonera, fue hacia el espejo, y se peinó meticulosamente. Hasta que ningún cabello escapó del diseño perfecto que él mismo se había impuesto.
—Así está mejor. —El tío se dio una vuelta por la sala con las manos detrás de la espalda.
No se escuchó ni el ruido de la respiración de alguno durante la inspección. Entonces ocurrió: el veterano lo notó.
—La alfombra... —murmuró, acercándose con interés. Agachó un poco el cuerpo—. Está arruinada, diría yo. No es algo que esperaría ver en tu apartamento. Tú eres... pulcro.
Luego su atención se centró en el desastre que la cachorra había causado.
—¿Y eso? —continuó, señalando con la mirada el piso—. ¿Es leche? ¿La taza está volcada?
El muchacho se enderezó con una postura perfecta, caminó hacia él con serenidad, mirándolo directo a los ojos. No hubo vacilación en sus palabras:
—Estaba cenando tarde, me sentí mal. Se me cayó la taza y no tenía energía para limpiar. —Luego añadió, tratando de justificarse—: La misión me dejó exhausto.
Su superior pareció considerarlo, y aunque eso no solía ser una buena señal, al final sonrió. Le dio una palmada en el hombro, fuerte, casi con afecto.
—Eres humano, Leo. Aunque a veces no lo parezcas. No tienes que ser perfecto… basta con ser mejor que el resto. Tal como hasta ahora.
Leo movió la cabeza en acierto, solo porque eso era lo que se esperaba de él. Y no había nadie que traicionara el resto de la verdad: que pasó la noche cuidando a una cría de zorro mágica. Que su corazón, envuelto en luto y culpa, le dolía con cada latido.
—¿Y tu arma? —preguntó el hombre, justo cuando terminaban de alistarse para salir—. ¿Acaso debo devolverte al colegio, niño?
El muchacho se congeló en seco, mirando su cinturón con la pistola que reposaba en el piso. No tuvo tiempo de nada, su mentor reaccionó primero levantándolo; luego se lo tendió.
—No pareces tan malherido como para olvidar esto —dijo, con una paciencia que resultó más amenazante que algún regaño.
Cuando Leo alzó las manos para sostener el arma, sus dedos lo traicionaron.
Lo intentó una segunda vez, con más firmeza, pero el resultado fue el mismo: la pistola resbaló con un golpe seco contra el suelo.
El tío suspiró, recogiendo de nuevo el cinturón y, sin decir nada al principio, lo abrochó personalmente sobre la cintura del sobrino, ajustándolo.
—Ya no eres un niño para que tenga que ayudarte a vestirte —dijo, mientras se erguía—. Eres un hombre. Compórtate como tal.
No había espacio para discutir. Leo había aprendido, hace mucho, que los silencios a veces eran más seguros que las palabras.
Salieron del departamento sin prisas. El veterano caminaba con esa elegancia anticuada que siempre olía a cuero caro, tabaco viejo y expectativas ridículas. En el estacionamiento, lo esperaba su coche: un modelo clásico, de líneas elegantes y curvas de acero pulido. Lujoso, pero no moderno.
Subieron sin decir nada.
El trayecto comenzó en silencio, salvo por el ronroneo del motor. Hasta que el mayor habló:
—¿Cómo te sientes?
El joven giró ligeramente el rostro hacia la ventana. Se tomó su tiempo, tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—Cansado —dijo finalmente—. Y me duele el cuerpo.
El hombre asintió con lentitud.
—Es normal. La rehabilitación deja cicatrices que no se ven. Pero eso es mejor que seguir siendo esclavo de tus fantasías, ¿no?
#1226 en Fantasía
#751 en Personajes sobrenaturales
fantasia amor muerte sangre, fantasía drama, fantasía dolor locura
Editado: 03.06.2025