Shadows Peccatix

Capitulo III: la humanidad del cazador

El almuerzo fue solo el principio.

Después del restaurante, su tío sugirió una caminata. Que se transformó en una visita al centro. Que a su vez se convirtió en una parada en un bar de caza, lleno de veteranos, trofeos en las paredes y música que no tardó en provocarle dolor de cabeza.

El joven seguía el ritmo; sonreía cuando debía, saludaba a los conocidos, devolvía palmadas. Ashwyn estaba al mando: medía palabras, gestos, respiraciones. Nada se salía de la línea.

Y el hombre que lo acompañaba intuía. Lo estaba midiendo.

Le presentó a una mujer. Atractiva, con sonrisa astuta. Cazadora también. Joven, pero con la mirada reconocible de alguien que ya ha matado. “Alguien que podría entenderte”, dijo el Tío con una risa cómplice.

—Te dejo en buenas manos —añadió, alejándose con su copa.

Y él jugó el juego. Habló con ella, coqueteó un poco, incluso la hizo reír. Ashwyn sabía cómo hacerlo: cómo ganarse una sonrisa, cómo fingir sentimientos y sensaciones. La conversación fue hábil, fluida, por momentos casi íntima.

No pensó en la cachorra. Ni una sola vez.

El reloj marcaba las 11 cuando su pariente volvió, ya sin copa, sin sonrisa mientras salían del lugar.

—Fue un buen día —dijo mientras se ponía el abrigo—. Te veré pronto, muchacho. Y… no tardes en llegar a casa.

Le palmeó el hombro. Pero no dio dirección, ni hizo gesto de compañía. Solo se alejó calle abajo, envuelto en la frialdad de la noche.

Ashwyn, impecable hasta el último sorbo de whisky, se quedó inmóvil en la acera. El bar quedó atrás, las luces se diluyeron en la bruma nocturna.

Y un pensamiento de la cachorra lo invadió, tan rápido como si hubiese recibido un disparo. Pensó en el silencio del apartamento, la necesidad. En ese cuerpecito tibio durmiendo, confiando.

Mientras él estaba ahí. Oliendo a humo y alcohol, con labios que sabían a otra boca. Con el alma sucia por jugar al hombre funcional mientras la criatura que no debía existir lo esperaba.

Apretó la mandíbula hasta que sus dientes dolieron.

Ahí fue cuando el cazador… vaciló.

No por remordimiento, sino porque la recordó demasiado tarde.

Y eso era peligroso e inaceptable.

Se quedó quieto, respirando el aire helado que le quemaba la cara. Tuvo un escalofrío leve, no solo por la temperatura, sino por lo que implicaba ese olvido.

Entonces echó a andar. Sin correr, pero cada paso fue más rápido que el anterior. No por amor, por alarma.

Porque no sabía si la cachorra estaría bien, porque no fue él quien tomó todas las decisiones ese día.

Fue su Tío.

La caminata se volvió larga, más de lo que debería debido a lo que arrastraba. La culpa no lo dejaba tranquilo.

Pasó junto a un escaparate de ropa de caza, a un grupo de muchachos riendo en una terraza, incluso a un perro dormido en una caja. Nada se le quedó en los ojos, ni una imagen. Solo el tic-tac mental, cada vez más fuerte.

Y entonces sintió la manipulación, un plan bien ejecutado. El modo en que lo habían ido arrastrando sin que se diera cuenta.

Caminaba con las manos hundidas en los bolsillos, los dientes aún apretados, y una sarta de maldiciones fluyendo en un murmullo constante.

—Viejo bastardo manipulador... —masculló—. Siempre lo mismo. Nunca lo dejo ganar, pero siempre termina llevándose algo.

Estaba molesto. No por el bar, la mujer o por el juego.

Estaba molesto porque había perdido algo más valioso: tiempo y control.

Había dejado que lo empujaran de nuevo a esa fachada brillante de legado perfecto, cuando llevaba tiempo sin creer en nada de eso.

Y lo peor es que ni siquiera pudo hacerle frente.

Por más que lo intentara, nunca podía.

El Tío era una figura inquebrantable, un espejo que le devolvía la imagen exacta de lo que debía ser…

Y le recordaba todo lo que ya no era.

Abrió la puerta de su departamento de un empujón. El aire del interior olía a encierro. No había signos de caos, ni rastro de intrusos. Todo estaba exactamente como lo había dejado.

Pero Ashwyn no se calmó.

Fue directo a la habitación, empujando la puerta con la rodilla. Caminó sin dudar hacia el armario.

Y allí estaba la criatura, acurrucada, rodeada de ropa arrastrada como si hubiera construido un nido improvisado. Mordisqueaba con sus pequeños colmillos la manga de un saco elegante.

Cuando lo miró, no corrió hacia él. No emitió chillidos, ni intentó acercarse.

El cazador sintió el peso de ese rechazo. No porque la comprendiera del todo, pero no necesitaba hacerlo. Bastaba con esa mirada. Una mirada que decía: te fuiste, tenía hambre, y no estuviste.

Y él… no tenía ninguna excusa.

Se agachó en silencio y la observó con una neutralidad que pronto empezó a tornarse incómoda. Extendió la mano, pero la criatura retrocedió un paso, envolviéndose aún más en las prendas.

Leo apretó los labios tragando saliva. El instinto del cazador quiso ignorarlo.

Es un animal”, pensó. “Solo tiene hambre”.

Pero otra parte —la que evitaba mirar su reflejo— sintió algo similar a la culpa… aunque bien disimulada bajo la irritación.

—Tienes hambre —murmuró, sin intenciones de consolar—. Por supuesto que sí. Y yo, como idiota, jugaba a ser un hombre normal.

Se puso de pie. Respiró hondo, hablando con voz más áspera sin tener idea si se lo decía a ella… o a sí mismo:

—Esto no va a volver a pasar.

No había lugar para la ternura. La criatura necesitaba sobrevivir, y eso era suficiente para poner al cazador en movimiento.

No se quitó la gabardina, ni se desató las botas, ni aflojó correas. Tampoco se permitió el más mínimo gesto de descanso. El sudor seco, junto al polvo del día seguían pegados a su piel.

Se inclinó. Y, con una sola mano, la alzó.

La pequeña reaccionó al instante.

No chilló, pero su cuerpo se puso tenso de golpe. Las orejitas se pegaron hacia atrás, la cola se encogió contra su barriga, y las garras diminutas buscaron algún punto de apoyo en su ropa. Se limitó a defenderse del mundo con un silencio feroz, como si todo fuera poco confiable.




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