Shadows Peccatix

Capitulo VI: las reliquias de Neri

Atto II – Intermezzo della Metamorfosi

Cuando la máscara cae, Leo... ¿quién llora debajo de ella?

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El chirrido de las bisagras selló la puerta del auto, enmudeciendo por apenas un momento el ruido de la ciudad.

Ashwyn se sentó al volante, tenso y con el rostro endurecido. El abrigo se arrugaba sobre su pecho, donde la cachorra dormía envuelta, todavía tibia. No había llorado desde que la cargó.

Miró al frente, al vapor que brotaba de las rejillas oxidadas. Estaba en una calle cualquiera, de un sector que ya no figuraba en los mapas más nuevos. Desde ahí tenía rutas hacia el tren. Podría perderse en tres horas. Menos, con algo de suerte.

Pero no arrancó. Sus dedos seguían sobre el volante, inmóviles.

—Podrías dejarla con los Aleron —pensó automáticamente. Los padres de Neri serían una buena opción… si es que seguían vivos.

No habían dicho nada tras la ejecución, tampoco alzaron la voz. Ni deseos de venganza ni amenazas de muerte, nada. Como si la muerte de su hija no hubiera significado nada, o por el contrario, para ellos hubiera sido demasiado.

Sintió miedo, tal vez vergüenza también. ¿Sabían algo que él no?

Tragó saliva. Pensar en los Aleron lo llevaba inevitablemente a ella. Y a la noche del disparo.

A esa mirada llena de resignación. Al cuerpo de Neri volviéndose partículas entre los escombros del viejo observatorio.

El Cazador cerró los ojos un segundo. Sintió que esa imagen venía acompañada de un murmullo. Su propia cabeza generaba múltiples teorías a la vez.

Cuando volvió a abrirlos, la paranoia le calaba en los huesos.

Todo había sido demasiado fácil. Nadie lo había seguido ni interceptado, ni hecho una llamada sospechosa. Sabía que eso no era normal.

Ashwyn miró hacia el sur. Justo a las estructuras oxidadas que se localizaban en los bordes del distrito.

El viejo observatorio, donde la había encontrado, ahí la había perdido. Y por algún motivo, algo dentro de él exigía volver.

Tal vez era un presentimiento. Probablemente la culpa. Pero encendió el motor.

Y antes de poder replantearse las cosas, ya estaba en marcha. Rumbo al único lugar donde todo había comenzado a irse al demonio.

El edificio era lo suficientemente viejo para que nadie se acercara, temiendo algún accidente, pero Neri lo había restaurado con magia, apenas lo suficiente para convertirlo en su refugio y hogar cuando todos le dieron la espalda. Sus cúpulas oxidadas aún brillaban con el reflejo sucio del sol, y las paredes, agrietadas y cubiertas de enredaderas secas, le daban ese toque exacto para pasar desapercibido. Ashwyn apagó el motor.

La cría despertó cuando él la colocó en el asiento del copiloto.

—Es solo un momento —murmuró, sin esperar respuesta—. No hagas ruido.

Salió sin mirarla. Cerró la puerta y se acercó al pórtico averiado. La madera crujió bajo sus pasos. Empujó la puerta de la entrada principal y ésta cedió con un chirrido molesto.

El aire estaba cubierto de polvo, moho y un aroma particularmente inconfundible.

Avanzó en silencio, sin buscar consuelo, solo certezas. Quería justificar su regreso a ese sitio, romper la duda que se le había metido bajo la piel, como una astilla molesta.

La nave central del observatorio estaba igual a como la recordaba: columnas agrietadas, vitrales opacos, muebles cubiertos con sábanas. Una lámpara de gas apagada en una esquina.

Subió por una escalera de hierro con cuidado de hacer el menor ruido posible, pero las botas no eran nada discretas en el metal oxidado. Alcanzó una pequeña sala circular que alguna vez fue usada para cálculos astronómicos. En una de las paredes colgaba aún un dibujo hecho con carboncillo: montañas fantásticas, rostros desconocidos y un zorro con características mágicas.

Se quedó quieto. Reconocía ese trazo. Lo había visto siempre que a Neri le daba por dibujar, cuando aún reía sin parecer que algo en ella se hubiera perdido.

No dijo nada. No pudo. Ni siquiera para maldecir.

En una esquina, junto a un mueble caído, algo llamó su atención: una pequeña cadena metálica, apenas visible entre una grieta del suelo. Se agachó y la tomó con cuidado. Era un colgante, uno que Neri solía llevar oculto bajo la ropa, una reliquia familiar y una de sus posesiones más queridas.

No sabía por qué se lo había quitado. Tal vez estaba molesta con sus padres. Seguro lo había olvidado. Pero allí estaba. Y él lo había recuperado, así que se lo colocó en el cuello y lo ocultó, también entre su ropa. La única forma de perderlo, sería estando muerto.

Ashwyn apretó la cadena una última vez. No es que significara algo para él. Solo era un indicio, una prueba de que aún quedaban piezas del rompecabezas.

Quizá, con suerte, hallaría algo útil de verdad.

Siguió explorando. El lugar estaba plagado de habitaciones: algunas usadas como dormitorios, otras como salas improvisadas de experimentación. En una de ellas encontró lo que parecía ser el estudio personal de Neri, donde había más polvo que lo hizo apretar los puños.

Pero, por imposible que pareciera, también encontró un orden oculto en el caos: frascos etiquetados con lo que parecían ser medicinas y otros brillantes que parecían vagos intentos de pociones mágicas a juzgar por las etiquetas con tinta roja que advertían “no consumir bajo ninguna circunstancia, dibujos técnicos, materiales de alquimia prohibidos, marcas en la pared como medidas de crecimiento… ¿de la cría?

Y entonces la vio.

Una caja de madera, sin decoraciones, colocada en un hueco detrás de una repisa. La arrastró con esfuerzo. Y cuando la tuvo entre sus manos agradeció que, aunque estaba cerrada, no tenía seguro ni candado. En cuanto la abrió, lo invadió un olor a tinta seca, papel viejo y perfume.

Dentro, cuidadosamente envuelto, estaba el diario personal de Neri.




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