No corrió como el cazador que había sido entrenado, con cálculo y precisión. Lo hizo como cualquier chico asustado: torpe, temblando, con los pulmones ardiendo y la mente en blanco.
Cada paso resonaba contra el adoquín. Cada latido traía la misma imagen: el auto, la cachorra escondida.
Al dejar atrás la entrada del observatorio, se obligó a mirar hacia adelante. No había tiempo para dudas, ni miedo. Ni siquiera para entender qué estaba pasando.
Solo tenía que moverse.
Tenía que llegar antes de que fuera demasiado tarde.
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El callejón donde había dejado el auto no estaba lejos, pero al finalizar la carrera, Leo estaba exhausto. Al distinguir el vehículo bajo la luz amarilla de la farola, sintió un nudo en el estómago.
La ventana del conductor no estaba bien cerrada.
Se detuvo, respirando agitado. Su mente se dividió en tres escenarios posibles, cada uno peor que el anterior.
Primero: un cazador lo había alcanzado. Había abierto el auto y encontrado a la cría.
Segundo: ella se asustó, bajó sola, y ahora vagaba perdida. Era pequeña, frágil. No sobreviviría una noche sola.
Tercero: alguien hambriento la vio como presa. La tomó sin saber lo que era.
Leo tragó saliva y corrió de nuevo, con esas uñas negras clavándose en sus palmas.
—Por favor… por favor no… —susurró sin darse cuenta.
Cuando llegó a la ventana, no se atrevió a mirar inmediatamente. Contuvo el aliento.
Luego se inclinó.
Ella estaba allí. Acurrucada, casi invisible, debajo del asiento del conductor. En el rincón que olía más a él.
Sus grandes ojos brillaban alertas, las orejas se mantenían bajas, su cuerpecito permanecía tenso.
Leo abrió la puerta y se dejó caer de rodillas. Sus piernas ya no lo sostenían.
—Estabas aquí todo el tiempo… —murmuró con voz débil—. Me vas a matar. Lo sabes, ¿no?
La cachorra emitió un pequeño sonido molesto, como si no entendiera el drama. Él soltó una risa entrecortada.
—Tú no sabes lo que haces. Te comes mi ropa, te metes donde huelo más, y encima… ¿me regañas?
Extendió la mano con cuidado y la tomó en brazos. Estaba tibia, viva, completa.
Sin pensar, la apretó contra su pecho mientras todo su cuerpo temblaba.
—No lo vuelvas a hacer. No me dejes. No te alejes nunca. Yo te cuidaré.
La cría bostezó y frotó su cabeza contra su cuello. Leo inhaló profundamente. Por primera vez en minutos, se permitió respirar.
Abrió la puerta trasera del auto de un tirón. La cachorra se removió inquieta cuando él se colgó la mochila al hombro.
—Sí, sí, ya sé… debería ser más cuidadoso —murmuró—. Si vas a protestar cada vez que me muevo, avísame y cambiamos.
Ella resopló, ofendida. Leo sonrió.
Extendió la mano hacia la funda de su cinturón por puro reflejo. Estaba vacía.
Se quedó helado.
—…la pistola.
La había soltado durante la huida. El disparo lo había aturdido, y simplemente la dejó. ¿Desde cuándo una detonación lo desestabilizaba así?
Había disparado cientos de veces. Fue entrenado para eso. Había vivido entre gritos, violencia y estruendo desde que podía recordar.
Entonces, ¿por qué ahora sonaba como un trueno dentro de su cabeza?
Apoyó una mano en su frente, confundido. Trataba de encontrar algo que no lograba recordar.
No solo el arma. También… la certeza. Un plan.
¿A dónde iba? ¿Por qué estaba seguro de volver al observatorio?
¿Qué demonios se suponía que debía hacer ahora?
Miró los tejados, buscando respuestas. Solo encontró silencio. Y esa sensación familiar de estar perdiendo el rumbo.
Antes culpaba al estrés, a las migrañas, a las noches sin dormir.
Pero esto era diferente.
Él no había hecho este plan. Ashwyn lo había hecho.
Y Ashwyn ya no estaba.
—¿Qué hago ahora? —murmuró.
La cachorra lo observó, ladeando la cabeza. Intuyó que algo en él había cambiado. Que el humano que la sostenía ya no era el mismo.
Leo bajó la mirada.
—Tenemos que irnos —dijo, aunque no estaba convencido—. A pie. Hasta que pueda acordarme.
Supuso que la estación era lo más lógico. Tomar un tren. Ese era el único camino conocido hacia el reino, ese lugar mágico que jamás había visitado.
Sería más seguro para ella.
Acomodó a la cachorra entre sus brazos, pero ella chilló cuando la levantó del vientre como un saco.
—Perdón —refunfuñó—. ¿Demasiado informal? ¿Quieres que te lleve como princesa o qué? Mira, no tengo idea de qué estoy haciendo...
Ella protestó hasta que aceptó, a regañadientes, acomodarse cerca de su pecho.
Las calles estaban casi vacías. Excepto por faroles parpadeantes, sombras profundas y goteras persistentes. Leo caminaba con cautela, su respiración era contenida, alerta ante cada sonido.
Escuchaba demasiado. Las bisagras de un portón dos cuadras más allá, el crujido de una rata bajo un bote. Todo parecía cerca, amplificado. Sudaba por el cuello.
—No estoy perdiendo la cabeza —susurró—. Solo estoy alterado.
La cachorra emitió un leve bufido, claro como una burla.
—¿Tú también lo oíste? —preguntó, bajando la vista.
Ella empujó su hocico contra su barbilla, intentando acomodarse.
—No soy una almohada —masculló—. Comportate.
La criatura gimió, ofendida. Con una patita lo empujó en el pecho.
Leo gruñó. Bajo, breve.
Fue un sonido que lo sorprendió incluso a él. Se detuvo, incrédulo.
—¿Acabo de gruñirte? —preguntó.
Ella lo miró con esa expresión de cachorro que le hizo sentir estúpido.
—Genial, perfecto. Ahora gruño en público. Como un animal.
Resopló, intentando reprimir la extraña necesidad de mostrar los colmillos. Su piel estaba sensible, el aire olía a cosas que no reconocía.
Y sin embargo… no era desagradable.
Había algo en cargarla que lo mantenía centrado. Como si su cuerpo, más alerta que nunca, entendiera que ella era suya. Y que debía protegerla.
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Editado: 13.07.2025