Al cruzar la entrada de la estación, el vapor fue difícil de ignorar; las ruedas del tren golpearon los rieles y el suelo tembló bajo sus pies. El olor a carbón le picó en la nariz.
Avanzó con la mochila colgada del hombro, fingiendo calma. En cambio, la cachorra se movía inquieta dentro, soltando chillidos bajitos, inconformes, protestando contra el encierro.
—Ya casi… —murmuró, mirando de reojo el bulto—. Aguanta un poco más, ¿sí?
Se detuvo frente a la taquilla. Las lámparas de gas titilaban sobre el andén, bañándolo en una luz amarillenta. El reloj enorme —visible desde varios pasos— marcaba que faltaban cinco minutos para las tres. La hora de abordar.
Deslizó las monedas en silencio.
—Un boleto a la metrópolis —titubeó, forzando la voz para que no temblara.
La mujer tras el vidrio lo observó de reojo. Acostumbrada a viajeros nerviosos, no le dedicó mayor interés. En cuanto las monedas tocaron su mano, deslizó el boleto hacia él.
Leo guardó el papel en el bolsillo de su abrigo y se dirigió al andén. La locomotora de hierro ennegrecido aguardaba, imponente. Sobre el frente, una lámpara de cristal ahumado emitía un resplandor azulado, tenue y extraño.
El silbato sonó de nuevo, más estridente. Leo se llevó una mano al oído, apretando los dientes. Pero fue el chillido de la cachorra, que forcejeaba en la mochila, lo que le heló la sangre.
—Tranquila… tranquila, pequeña —murmuró, apretándola contra su pecho.
Se acercó al tren con cautela, mirando a los asistentes que revisaban maletas y equipaje ligero. Paró en seco, se tomó el tiempo para evaluar la situación, y luego por inercia retrocedió medio paso. ¿Cómo pasar sin que descubrieran al animal?
Respiraba ansioso. Solo tenía una opción: sobornar al asistente de equipaje. No era ético, pero era la única forma de salir con la mochila intacta.
Estaba a punto de acercarse, calculando cómo hacerlo, cuando una voz llena de arrogancia le provocó un nudo en el estómago.
—¿Así que huías, Leo?
Giró. Lo había esperado. Su hermana Vera estaba allí, con las manos detrás de la espalda, una postura perfecta, el uniforme impecable y su cabello recogido en una trenza perfecta. La mirada que le dedicó fue tan fría como todas las demás veces que siempre lo hizo bajar la vista.
—Vaya… —dijo ella, con una sonrisa burlona—. Siempre supe que serías decepcionante. Pero esto… supera todo.
Él abrió la boca, pero ella lo cortó antes de que pudiera responder.
—Nuestro tío ya dio la orden —dijo—. Me enviaron a traerte, sin disculpas esta vez. Si me entregas lo que escondes y das una confesión pública, tal vez el apellido de nuestra familia sobreviva a tus tonterías.
La respiración de Leo se aceleró, estaba al límite.
—Es lo mínimo que puedes hacer por todo lo que padre hizo por ti. Siempre fuiste su orgullo… —la voz de Vera se quebró, no por dolor, sino por desprecio—… y tú lo pagaste con traición. Todo por una mujer como cualquier otra.
Esas palabras hicieron que el miedo se convirtiera en ira demasiado rápido. Él gruñó, bajo y contenido.
—¡Neri no era una mujer cualquiera! —dijo, firme, imponente—. ¡Nunca lo fue!
Vera se sorprendió, pero tampoco ocultó el desdén… y la cierta cautela que esa reacción le provocó. Leo nunca se había defendido ante ella, ni siquiera se había atrevido a alzar la voz como en ese momento, pero no apartó la vista. Lo evaluó, como siempre.
—¿De verdad vas a jugar al héroe trágico por una… cosa? —cuestionó ella, dejando salir una risita de mera incredulidad, pero se recompuso al instante—. Para que lo sepas, no es solo tu cuello lo que está en juego.
—¡No es una cosa! —exclamó Leo—. Es… ella es…
Quiso añadir “es mi hija”, o “es lo único que me queda de ella”, pero no tuvo el valor suficiente.
Vera observó el bulto en brazos de su hermano. No con burla ya, parecía entender lo suficiente.
—Ah —continuó—. Entonces sí llevas algo vivo ahí dentro. Algo que ella te dejó.
Leo sintió el temblor de la cría contra su costado. Respiró hondo, solo una vez.
—No es asunto tuyo —dijo, sin titubear—. No te la daré.
Su hermana ladeó la cabeza, como si acabara de escuchar a un niño irracional.
—Entonces sabrás lo que pasa con los traidores, Leo —bajó la voz, con un aire más amenazante—. Piensa en lo que perderás, en lo que nos obligarás a hacer. Tu drama con las criaturas no te hace especial… Por mucho que lo quieras creer.
Cerca de ellos, uno de los asistentes que revisaba equipaje no pudo evitar observar. Al darse cuenta de que habían llamado la atención, Vera sonrió con más frialdad.
—Haz lo que debes —susurró—. O perderás más que honor.
La discusión atrajo más miradas. Un hombre dejó de hablar. Otras personas murmuraban, mientras Leo sintió el pánico subir por su garganta, pero esta vez no se ahogó en él. El instinto le gritó: muévete.
—Tampoco me voy a quedar —murmuró apenas—. No esta vez… no después de todo lo que me hicieron.
Vera dio un paso hacia él, bloqueándole el paso. No buscó un arma, no hacia falta. Giró levemente la cabeza y, con voz clara, dijo:
—Deténganlo.
Leo no esperó. Se lanzó entre la multitud, esquivando maletas, empujando a quien se interpusiera. La mochila le golpeaba la cadera con cada zancada, agitándose por el movimiento inquieto del pequeño animal.
Fue entonces que uno de los trabajadores se le puso enfrente, tratando de imponer autoridad.
—¡Detente! —gritó, extendiendo el brazo—. ¡No puedes pasar sin boleto!
Leo no respondió, ni aminoró el paso. Lo esquivó con un giro brusco, rozando su hombro, y siguió adelante.
—¡Ahí! —gritó Vera—. ¡No dejen que escape!
Desde los rincones del andén, figuras que Leo no había visto comenzaron a moverse. Ya estaban ahí, solo habían esperado la señal.
—¡Perdón! ¡Disculpe! —murmuró Leo con cada empujón, sin dejar de avanzar aunque no miraba a nadie, ya no pedía permiso.
#3087 en Fantasía
#1262 en Personajes sobrenaturales
fantasía drama, magia acción cazadores, fantasía dolor locura
Editado: 02.11.2025