Si las luces se apagaran

47. "Cenizas"

Puede que, a través de sus ojos grises, él sienta que estoy de pie, pisando firme, pero lo cierto es que caigo al llegar a casa. Solo quedan dos semanas para irnos y mi padre ya me lo advirtió, fue tajante en decir que justo ese día de la entrega de diplomas, viajaríamos a kilómetros de acá hasta el aeropuerto de Portland y donde un avión nos llevaría a Boston. Él me hizo optar por aquella universidad, una universidad que nunca tocó mis planes. Nos iríamos a esa cuidad nueva, olvidándonos de todos, deseando únicamente no recordarlo cada vez que despierto y veo lo sola que me encuentro. Nada fue como lo planeé y creo que pisar este pueblo fue un error. La idea de tener una familia a mi corta edad, se apedazó al momento de abrir mis ojos.

Pasaron así todos los desastrosos días, empacando todo. Veía con desolación cada pared vacía de la casa, sin los cuadros familiares de títulos que estuvieron por muchos meses colgados. Tal cual mi vida día tras día, todos fueron momentos arruinados. La soledad, el creer que todo se solucionaría al conocerlo, todo fue un espejismo. Caí más bajo de lo que alguna vez llegué a estar. Se me contrae el pecho de verle a la cara y no tener las agallas suficientes de decirle la verdad sobre mi estado tan frágil. Me contengo las lágrimas, pero siempre existe un momento que lo rompe todo. No entiendo que es más doloroso; si las simples palabras de él, "¿Estás bien?" o la gran mentira que sale de mis labios. Todo me está matando con fuerza. Me apoyo en la pared del pasillo y escucho el bullicio de cosas empacándose en la primera planta. Todo me recuerda al final que se asoma y sin darme cuanta lagrima tras lagrima rondan por mis pómulos. Todo era un completo infierno.

—¡Elizabeth, te necesito! —Era él llamándome para ayudarlo. Quise gritarle montones de veces que no quería, pero ya no puedo combatir. A estás instancia soy un vacío—. ¡Rápido, hija!

Reí irónicamente, hace mucho tiempo que dejó de llamarme su "hija" Sin embargo, ese significado dejó para mí de serlo al arrebatarme el derecho de amar a alguien. Me quitó una libertad que tanto intenté sacar adelante. Su hija ya no existe, está hecha polvo entre los fragmentos que su maldito infierno quemó. Sin nada que decir bajé las escaleras y me acerqué a ayudarlo con los jarrones.

—Guarda esos de la esquina —Dictaminó.

No respondí, solo obedecí sus órdenes. El silencio era perpetuo que solo se percibía el periódico que envolvía los jarrones.

—¿Estabas llorando? —Me preguntó curioso. No quise confesarle porque él muy bien sabe sobre mi estado en deterioro—. Contesta, hija.

—Claro que lo estoy —Lloré sin pensarlo, pero lo enfrenté con la cabeza en alto—. Lo hago todos los días, porque odio todo esto y tú más que nadie lo sabe. No me preguntes cosas cuando sabes la verdad.

—¡Ya eres una mujer! Tienes que superarlo —Me contradice, formando una arruga en su entrecejo.

—¿Superarlo? —Susurré con la voz apaga y me senté en el sofá más cercano, pensando tan fríamente y fingiendo que él tiene la razón. Ni siquiera puedo combatir con él, entendí que todo es peor cuando me enfrento a su temperamento y esa ideología que no deja de restregármela en la cara—. Sabes, creo que lo haré. Después de todo uno siempre olvida a las personas.

—Es lo más sensato que has dicho.

Subí la vista nubosa, penetrándolo con los ojos.

—Eso es lo siempre quisiste escuchar —Susurré sin que escuchará y coloqué mi cabeza hacia atrás pensando—. ¿Papá?

—¿Sí?

Volví la vista hacia a él y lucía un poco más relajado. No se merecía ser llamado papá, sin embargo, seguí con mi fingida empatía. Algo en mí decía que debía seguir haciéndolo, pero mi corazón dicta otra cosa. Suspiré con el pecho asfixiándome y me acerqué hasta él, tomando una de sus manos. Sus ojos oscuros que irradiaban enojo y furia, en este momento no fueron más que un rio de confusión.

—Te lo puedo pedir de rodillas y rendirme a tus brazos, si quieres —Cerré mis ojos y las lágrimas brotaron para yacer en el suelo—, pero por favor déjame despedirme de él. —Le supliqué de la manera más sincera, borrando todo nuestro conflicto de una familia quebrantada—. Me olvidaré de él si quieres, solo dame estas dos semanas.

Abrí mis ojos esperando una respuesta.

—Elizabeth, yo...

—Por favor, hazlo por esas golpizas que recibí cada día en ese antiguo colegio —Le imploré con miedo, sintiendo todo mi cuerpo frágil—. Por favor, tengo que decirle adiós para luego olvidarlo.

—¡No, Elizabeth! —Sacó la mano de mi agarre y siguió con lo suyo. En ese entonces me decepcioné de su imagen por completo—. Ese chico no se merece nada.

—¡¿Acaso tú sí?! ¡¿Entonces déjame ir a la graduación, por lo menos?! —Grité sollozando ante su necedad—, déjame despedirme de mi mejor amiga. Por lo menos que me despida de lo único a lo que me siento orgullosa de encontrar porque hasta tú, quien eras mi mejor ejemplo de pequeña, me diste la espalda cuando te necesité.

Aquello salió con resentimiento, con una frialdad que conocía. Fue tanta la sorpresa de mis palabras que dejé su rostro un tanto petrificado.

—Elizabeth, yo —No quería responderme y en ese entonces ahogó suspiro—. Está bien, puedes ir y será mi última palabra.

—Eso necesitaba.

Al terminar me fundí en el silencio de mi habitación intuyendo lo que aproximaba. Los exámenes terminaron y nada más que su rostro se colaba en mi pensamiento. Recorrí cada parte de mi habitación, recordando el día en que la pintamos. Vi mi cama y memoricé todas las noches que nos acurrucábamos a la luz de la luna mientras charlábamos toda la madrugada con sumo cuidado con tal de que mi papá no se despertara. Abrí mi armario y sus obsequios permanecían intactos en una parte, e incluso su ropa con su perfume se encontraban ahí escondidos. Cerré las puertas de mi armario y me senté sobre el suelo a llorar. Era mi único consuelo. Temo creer que después de hacerlo tantas veces, ni siquiera mis lagrimas me harán compañía.




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