"Clara se levantó cuando aún era noche cerrada. El reloj marcaba las 5:12 a.m., pero ella ya estaba acostumbrada a ese horario. Mientras caminaba hacia la pequeña cocina, sus pies descalzos apenas hacían ruido sobre el suelo frío.
Encendió la luz, que parpadeó un momento antes de iluminar la estancia. Era una luz débil, amarillenta, pero suficiente para revelar el desgaste de las paredes y el linóleo agrietado del suelo.
Sobre la mesa, una nota escrita a mano decía: "Hoy es un nuevo día. Todo es posible." Era una frase que escribía todas las mañanas, aunque nadie más la leyera.
Para ella, era una promesa, un recordatorio de que, por más difícil que fuera la vida, siempre había algo por lo que luchar.
Mientras calentaba agua para el café, pensó en Mateo y Sofía. Su hijo mayor estaba en esa edad complicada, entre la inocencia de la infancia y los retos de la adolescencia.
Sofía, por su parte, seguía siendo su pequeña niña, con ojos llenos de curiosidad y sueños que aún no habían sido tocados por la realidad.
"¿Cómo les enseño que pueden volar, si yo apenas puedo mantenerme en pie?" se preguntó en silencio, mientras revolvía el café.
Pero entonces recordó algo que su propia madre le dijo una vez: "No importa cuántas veces te caigas, siempre puedes levantarte." Esa frase se había convertido en su mantra, su razón para seguir adelante.
Con cuidado, sirvió el café en una taza agrietada y colocó pan tostado en un plato. No había mucho, pero era suficiente. Para Clara, cada comida era una victoria, un recordatorio de que, incluso en medio de la miseria, había espacio para la gratitud."