Todo empezó con una risa. Una sola risa, aguda y cruel, que resonó en el pasillo de la escuela como un eco imposible de ignorar. Estaba parado frente al espejo del baño, arreglando mi moña vieja y descolorida, cuando noté que el desgarro en la manga de mi camisa se había hecho más grande. Había intentado coserlo yo mismo la noche anterior, pero mis manos temblaban demasiado y las puntadas quedaron torcidas, casi ridículas.
"¿Qué es eso?" preguntó Javier, uno de los chicos más populares del salón, mientras entraba al baño con su grupo de amigos. Todos llevaban uniformes impecables, sus camisas planchadas y sus zapatos brillantes. Me miraron como si fuera un extraterrestre.
"Nada," respondí rápidamente, tratando de cubrir el desgarro con mi mochila. Pero ya era tarde. Javier se acercó y me quitó la mochila de las manos.
"¿Quién te viste hoy? ¿Un mendigo?" dijo, riendo. Sus amigos lo siguieron, señalándome y burlándose. Sentí cómo mis mejillas ardían, cómo mis ojos comenzaban a humedecerse. Quería gritarles, decirles que no era mi culpa, que mamá hacía todo lo posible, pero trage saliva.
"Deberías pedir limosna para comprarte un uniforme nuevo," añadió otro chico, y todos estallaron en carcajadas.
Salí corriendo del baño, sin importarme que el timbre ya había sonado. No quería volver al salón, no quería enfrentarlos. Me senté en las escaleras traseras de la escuela, abrazando mis rodillas, tratando de contener las lágrimas.
"¿Por qué no podemos tener más?" murmuré para mí mismo, mirando hacia el suelo. "¿Por qué siempre tenemos que ser los diferentes?" "