Todo empezó con un clic. Un sonido sencillo, casi imperceptible, que anunciaba que algo había cambiado. Estábamos en medio de la cena cuando las luces se apagaron. El pequeño apartamento quedó sumido en penumbras, iluminado solo por el parpadeo distante de las luces de la ciudad que entraban por la ventana.
"¿Qué pasó?" preguntó Sofía, su voz temblorosa rompiendo el silencio.
"Solo es un corte de luz," respondí, tratando de sonar calmada. "No te preocupes, mi amor. Ya volverá."
Pero en mi mente, sabía que no era tan simple. No teníamos dinero para pagar un generador ni velas nuevas; solo quedaban dos pequeñas velas que guardaba para emergencias. Encendí una y la coloqué en el centro de la mesa, su luz débil apenas iluminando nuestros rostros.
Mateo estaba callado, mirando fijamente la llama. Sofía se acurrucó junto a mí, buscando consuelo. Sabía que esta oscuridad no era solo física; también revelaba nuestras vulnerabilidades, esos miedos que siempre trataba de ocultarles.
En ese momento, sentí cómo el peso de todo lo que habíamos enfrentado ese año volvía a mí: los trabajos perdidos, las cuentas impagas, las noches en vela pensando en cómo darles de comer y un futuro mejor. Pero también sentí algo más: el calor de sus cuerpos cerca del mío, recordándome que, aunque estuviéramos en la oscuridad, no estábamos solos.
Con la única vela iluminando la sala, nos sentamos juntos en el suelo, envueltos en mantas viejas. Era extraño, pero la falta de electricidad parecía haber creado un espacio donde podíamos hablar sin distracciones, donde nuestras voces resonaban más fuerte que nunca.
"Mamá," dijo Sofía, rompiendo el silencio, "¿por qué se fue la luz?"
"No lo sé, mi amor," respondí. "A veces, las cosas se rompen, y no podemos controlarlo."
"Pero tú siempre arreglas todo," insistió ella, como si fuera una verdad absoluta.
Esta vez, no pude evitar que una lágrima escapara de mis ojos. "No siempre puedo arreglarlo todo, Sofía. A veces, las cosas están rotas por mucho tiempo, y solo podemos esperar que vuelvan a funcionar."
Mateo, que hasta entonces había estado callado, levantó la vista. "Pero tú siempre encuentras una forma, mamá. Siempre."
Lo miré, sorprendida por su convicción. "No es fácil, hijo. A veces, tengo tanto miedo de que no sea suficiente."
"¿Miedo de qué?" preguntó Sofía, confundida.
"Miedo de que no pueda protegerlos como quiero," admití, mi voz apenas un susurro.
Sofía me abrazó con fuerza. "No tengas miedo, mamá. Nos tienes a nosotros. Y yo tengo mi magia para ayudarte."
Miré a mis hijos, sus rostros iluminados por la pequeña llama, y sentí cómo algo dentro de mí se liberaba. Tal vez no podía controlar el mundo exterior, pero sí podía controlar cómo enfrentábamos esto juntos.