"Esa mañana, el cielo estaba gris, como si reflejara el peso que sentía en mi pecho. Había pasado días buscando trabajo después de perder el último empleo temporal, pero las puertas seguían cerrándose frente a mí. Cada "no" era un golpe más a mi confianza, un recordatorio de lo frágil que era nuestra situación.
"Mamá," dijo Sofía mientras me veía preparar el desayuno, "¿por qué estás tan así, triste ?"
Forcé una sonrisa. "No estoy triste, mi amor. Solo estoy cansada."
Pero Sofía no era fácil de engañar. Me abrazó con sus pequeños brazos y dijo: "No te preocupes, mamá. Las mariposas siempre encuentran su camino."
Sus palabras me hicieron sonreír de verdad por un momento, pero en cuanto ella salió de la cocina, volví a sentir el peso de todo lo que no podía resolver. ¿Cómo iba a pagar las cuentas? ¿Cómo iba a asegurarme de que mis hijos tuvieran suficiente para comer?
Decidí salir a caminar para despejar mi mente. A veces, el aire fresco ayudaba a calmar mis pensamientos, aunque solo fuera por unos minutos. Mientras caminaba por las calles del vecindario, noté algo que nunca antes había visto: la gente que vivía cerca de nosotros tenía sus propias luchas, pero también compartían momentos de alegría y solidaridad. Era algo que siempre había ignorado, demasiado ocupada en nuestras propias batallas.
Cuando regresé al apartamento, encontré a una mujer parada frente a la puerta. Era doña Rosa, una vecina mayor que vivía dos pisos más abajo. Nos habíamos cruzado algunas veces en el pasillo, pero nunca habíamos hablado más allá de un simple "buenos días."
"Buenos días, Clara," dijo con una sonrisa cálida. "Quería hablar contigo."
"Claro," respondí, invitándola a pasar. "¿En qué puedo ayudarte?"
"No se trata de ayudarme a mí," dijo, entregándome una bolsa de tela. "Esto es para ti."
Dentro de la bolsa había comida: arroz, algo de carne, pan fresco y hasta un pequeño frasco de mermelada. Sentí cómo mi garganta se cerraba mientras miraba los alimentos.
"No puedo aceptar esto," dije, devolviéndole la bolsa. "No tengo cómo pagártelo."
Doña Rosa puso una mano sobre la mía. "No necesitas pagarme nada. Todos tenemos días difíciles, y todos necesitamos ayuda en algún momento. Además, tú siempre has sido amable conmigo. Es hora de que alguien sea amable contigo."
Las lágrimas comenzaron a caer sin que pudiera detenerlas. No era solo la comida; era el gesto, la bondad inesperada de alguien que apenas conocía. En ese momento, comprendí algo importante: no estábamos solos. Aunque el mundo pareciera indiferente, siempre habría personas dispuestas a tender una mano