"Esa mañana, cuando me levanté, sentí algo diferente en el aire. No era solo el frío que se colaba por las rendijas de la ventana; era algo más profundo, como si el peso de todos los días anteriores hubiera decidido acumularse sobre mis hombros al mismo tiempo.
Me miré en el espejo mientras me arreglaba el cabello. Las ojeras bajo mis ojos parecían más oscuras que nunca, y mi piel estaba pálida, casi fantasmal. Por primera vez en mucho tiempo, no reconocí a la mujer que me devolvía la mirada. ¿Quién era esta persona cansada, agotada hasta el alma?
"¿Qué estás haciendo, Clara?" me pregunté en voz baja, como si pudiera encontrar una respuesta en el silencio de la habitación.
Sabía que no podía detenerme. Mis hijos dependían de mí, y yo había prometido cuidarlos, sin importar qué. Pero esa mañana, por primera vez, dudé. ¿Qué pasaría si ya no podía más? ¿Qué pasaría si mi cuerpo simplemente se negaba a seguir adelante?
Decidí salir a caminar y despejar la mente. Pero mientras caminaba por las calles del vecindario, vi reflejadas en cada esquina las mismas luchas que llevaba años enfrentando: familias que apenas sobrevivían, niños jugando con juguetes rotos, adultos trabajando sin descanso. Era como si el mundo entero estuviera atrapado en una rueda sin fin, girando y girando sin llegar a ninguna parte.
Me senté en un banco del pequeño parque cercano a casa, observando cómo los niños corrían y reían bajo el sol débil. Sus risas eran puras, libres de preocupaciones, y eso me hizo pensar en Sofía y Mateo. ¿Cómo habían logrado mantener su inocencia y alegría, incluso en medio de todo lo que habíamos pasado?
Pero entonces, una pregunta más difícil surgió en mi mente: ¿qué les enseñaría mi propia debilidad? Si me derrumbaba ahora, ¿qué mensaje les estaría dando?
Las lágrimas comenzaron a caer antes de que pudiera detenerlas. No quería llorar, no aquí, no en público. Pero no podía contenerlo más. Todo lo que había estado guardando durante meses, tal vez años, salió a borbotones. El cansancio, el miedo, la soledad... todo estaba ahí, mezclado en un torrente de emociones que no podía controlar.
"Mamá," dijo una voz familiar detrás de mí.
Me sequé las lágrimas rápidamente y me volví para ver a Mateo, quien me miraba con una mezcla de preocupación y comprensión.
"¿Qué haces aquí?" pregunté, tratando de sonar tranquila aunque mi voz temblaba.
"Te seguí," respondió, sentándose a mi lado. "Sabía que algo andaba mal."
No dije nada. No sabía qué decir.
Mateo tomó mi mano y la apretó con fuerza. "No tienes que ser fuerte todo el tiempo, mamá. Está bien sentirte cansada. Pero no puedes rendirte. Nosotros te necesitamos."
Sus palabras me golpearon como un rayo. Sabía que tenía razón. No podía rendirme, no ahora, no cuando mis hijos aún dependían de mí.
"Gracias," murmuré, abrazándolo con fuerza. "No sé qué haría sin ti."
Mateo sonrió. "Lo mismo digo, mamá."