"Mientras veía a Mateo en el escenario, no pude evitar pensar en cuánto habíamos cambiado todos. Mamá ya no trabajaba limpiando hogares; había logrado jubilarse después de años de sacrificio, y aunque su cuerpo mostraba el desgaste de tanto esfuerzo, su espíritu seguía siendo indestructible. Yo, por mi parte, había encontrado mi propósito enseñando a niños. Cada día, trataba de inculcarles las mismas lecciones que mamá nos había enseñado: que la resiliencia es más importante que cualquier obstáculo, que el amor puede superar cualquier miedo.
Pero hoy no era mi día; era el de Mateo. Verlo allí, en el escenario, fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida. Recordé todas las noches en que lo vi estudiar hasta tarde, todas las veces que mamá y yo lo animamos cuando sentía que no podía más.
"Mateo lo logró," dije, abrazando a mamá mientras las lágrimas caían por mi rostro.
"Sí," respondió ella, sonriendo a través de sus propias lágrimas. "Lo logró. Pero no lo hizo solo. Lo hicimos juntos."
Tenía razón. Este logro no pertenecía solo a Mateo; era de todos nosotros. Era el resultado de años de sacrificio, de noches sin dormir, de sueños compartidos y luchas superadas.
Cuando Mateo bajó del escenario, corrimos hacia él para abrazarlo.
"Lo hiciste," dije, abrazándolo con fuerza. "Estoy tan orgullosa de ti."
"Gracias," respondió, su voz temblorosa pero firme. "No podría haberlo hecho sin ustedes."
Después de la ceremonia, nos reunimos en casa para celebrar. Doña Rosa también estaba allí, sentada junto a mamá, con una sonrisa radiante en su rostro.
"Felicidades, Mateo," dijo, entregándole un pequeño regalo envuelto en papel brillante. "Sabía que lo lograrías."
Mateo abrió el regalo y encontró un marco con una foto de todos nosotros tomada años atrás, cuando aún éramos una familia joven luchando por sobrevivir. En el marco, doña Rosa había escrito una frase: "El amor nunca muere. Solo cambia de forma."
"Gracias," murmuró Mateo, abrazándola con fuerza. "Nunca podré agradecerte lo suficiente."
Doña Rosa negó con la cabeza, sus ojos llenos de lágrimas. "No me des las gracias a mí. Esto es lo que mi esposo y yo siempre quisimos: ayudar a alguien que pueda usarlo para algo grande. Tú eres ese alguien."
Mamá se acercó y tomó la mano de doña Rosa. "Gracias," dijo, su voz apenas un susurro. "Por todo."
Doña Rosa sonrió, sus ojos brillando con lágrimas. "No me den las gracias a mí. Denle las gracias a Dios por ponerlos en mi camino."