"Había trabajado toda mi vida para construir algo mejor para mis hijos. Desde los días en que limpiaba casas junto a mi madre hasta las largas noches estudiando medicina bajo la luz de una vela, siempre había creído que el sacrificio valía la pena si significaba darles un futuro mejor. Pero ahora, sentado frente a mis colegas en el consultorio del hospital, escuchando palabras como "terminal" y "pronóstico limitado", me di cuenta de lo frágil que es la vida.
"No puede ser," murmuré, tratando de procesar lo que acababan de decirme. Mi mente se llenó de imágenes: Clara con su hijo pequeño, Sofía enseñando a sus alumnos, incluso las risa de mi nieto. ¿Cómo podía dejarlos tan pronto?
Uno de mis colegas, un amigo cercano, puso una mano sobre mi hombro. "Lo siento, Mateo. Sé que esto es difícil."
No respondí, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a brotar. Pero rápidamente las contuve. No era momento de derrumbarme. Tenía una familia que dependía de mí, incluso ahora.
Esa noche, cuando llegué a casa, encontré a Clara en la cocina, ayudando a su hijo con sus tareas escolares. Verlos juntos me llenó de una mezcla de orgullo y tristeza. Sabía que tenía que decírselo, pero no quería cargarla con más peso del que ya llevaba.
"Clara," dije, sentándome frente a ella, "necesito hablar contigo."
Ella levantó la vista, notando algo diferente en mi tono. "¿Qué pasa, papá?"
Respiré profundamente antes de hablar. "Hoy fui al médico. Me diagnosticaron una enfermedad terminal."
El lápiz que Clara sostenía cayó al suelo. "No... no puede ser," dijo, su voz temblorosa.
"Sé que es difícil," respondí, tomando su mano. "Pero quiero que sepas que he estado ahorrando dinero y que la casa está a tu nombre. Estaran bien, Clara. Solo necesito que prometas algo."
"Lo que sea," murmuró, sus ojos llenos de lágrimas.
"Prométeme que seguirás adelante. Que no dejarás que esto te detenga."
Clara movió su cabeza, aunque sabía que estaba luchando por mantenerse fuerte. "Lo prometo, papá," dijo, abrazándome con fuerza. "Pero no sé cómo voy a hacerlo sin ti."
A partir de ese día, Clara dejó de ir a la universidad para cuidar de mí. Sabía que estaba renunciando a sus sueños nuevamente, pero no podía evitarlo. Su prioridad era asegurarse de que yo estuviera cómodo y tranquilo durante mis últimos meses.
Una mañana, mientras yo descansaba en el sofá, vi cómo Clara intentaba estudiar mientras su hijo dormía en la habitación contigua. Sus ojos estaban cansados, pero seguía leyendo sus libros con determinación.
"Clara," dije, llamando su atención, "no tienes que hacer esto. Puedes volver a la universidad. Yo estaré bien."
"No puedo," respondió, cerrando el libro con frustración. "No puedo dejar que te enfrentes a esto solo. Eres mi padre, y te necesito."
Sentí cómo mi corazón se rompía al verla así. Quería decirle que no tenía que sacrificarse por mí, que debía seguir adelante con su vida. Pero también sabía que eso era parte de quién era: alguien que siempre ponía a los demás antes que a sí misma.
"Clara," dije, acercándome a ella, "quiero que entiendas algo. Tu sacrificio es admirable, pero no quiero que te pierdas en el camino. Tienes que vivir tu vida, por ti y por tu hijo. Eso es lo que realmente importa."
Ella me miró en silencio durante unos segundos antes de romper en lágrimas. "No sé cómo hacerlo, papá. No sé cómo seguir sin ti."
La abracé con fuerza, sintiendo cómo su dolor se mezclaba con el mío. "Lo harás porque eres fuerte. La fuerza de tu abuela vive en ti, aunque no lo veas todavía."