"Había logrado mantenerme a flote durante años gracias a la casa que mi padre me dejó. Era más que un hogar; era un refugio, un recordatorio constante de todo lo que él y mi abuela habían sacrificado por mí. Pero un día, mientras preparaba el almuerzo para mi hijo, escuché golpes en la puerta.
Al abrir, un hombre con traje formal y una carpeta en las manos me entregó un documento oficial. "Señora," dijo sin emoción alguna, "esta es una notificación de remate de propiedad. Tiene treinta días para desalojar."
Sentí como si el suelo se derrumbara bajo mis pies. ¿Remate? ¿Cómo era posible? La casa había sido pagada hacía años. Mi padre nunca mencionó ninguna deuda pendiente.
Esa noche, revisé los documentos con manos temblorosas. Descubrí algo que nunca imaginé: uno de mis primos, hijo de mi tía Sofía, había utilizado la casa como garantía para un préstamo bancario antes de mudarse a España. El proyecto que financió fracasó, y aunque mi padre había estado pagando las cuotas en silencio, tras su muerte, las deudas comenzaron a acumularse nuevamente. Ahora, el banco exigía el pago total o procedería con el remate.
"¿Cómo pudo pasar esto?" murmuré, sintiendo cómo la ira y la impotencia crecían dentro de mí.
Mi hijo, quien había estado observándome desde la sala, se acercó con preocupación. "Mamá, ¿qué pasa?"
"No es nada, cariño," respondí, tratando de sonreír. "Solo... algunos problemas que resolver."
Pero sabía que no era "nada". Esto era mucho más grande que yo.
Durante días, intenté encontrar una solución. Fui al banco, hablé con abogados, incluso pedí ayuda a amigos y vecinos. Pero cada puerta que intentaba abrir parecía cerrarse frente a mí. No tenía suficiente dinero para pagar la deuda, ni siquiera para alquilar otro lugar donde vivir.
Una tarde, mientras caminaba por el barrio con lágrimas en los ojos, recordé las palabras de mi padre: "La vida está llena de segundas oportunidades. Solo tienes que estar dispuesta a luchar por ellas."
"Pero no es tan fácil," pensé, sintiendo cómo la frustración me consumía.
Cuando llegué a casa, encontré a mi hijo jugando en el jardín con una mariposa que había capturado en un frasco. Me miró con una sonrisa inocente. "Mira, mamá. Es hermosa."
Observé la mariposa atrapada, luchando por liberarse. En ese momento, entendí que estaba haciendo exactamente lo mismo: luchando por escapar de una situación que parecía imposible.
"Soy joven," me dije a mí misma. "Lucharé. No dejaré que esto me derrote."
Pero pronto me di cuenta de que las palabras eran más fáciles que las acciones.