Por las noches, cuando mi hijo dormía, me quedaba despierta pensando en todo lo que habíamos pasado. Recordaba a mi abuela, quien había enfrentado situaciones similares cuando era joven. Ella había criado a sus hijos sola, trabajando largas horas como costurera y limpiadora, sacrificando todo por nosotros. Ahora, aquí estaba yo, viviendo la misma historia.
"¿Cómo lo hiciste, abuela?" murmuraba mientras miraba las estrellas desde la ventana. "¿Cómo lograste seguir adelante?"
Las lágrimas caían libremente por mis mejillas, pero no había nadie que pudiera consolarme. Mi padre ya no estaba, mi tía Sofía había partido, y la comunidad solo podía hacer tanto. Sentía que estaba completamente sola en esta lucha.
Pero entonces recordaba las enseñanzas de mi padre: "El amor nunca muere. Solo cambia de forma." Y sabía que, aunque no podía verlo, el espíritu de mi abuela seguía vivo en mí, guiándome incluso en los momentos más oscuros.
Un día, mientras preparaba el almuerzo con los pocos ingredientes que tenía, mi hijo entró corriendo a la casa con una sonrisa radiante. "Mamá," dijo, mostrándome una pequeña caja de galletas, "el maestro me dio esto porque compartí mi desayuno con un amigo."
Sentí cómo mi corazón se rompía al escucharlo. Mi pequeño estaba sacrificando su propia comida para ayudar a otros, incluso cuando él mismo apenas tenía lo suficiente.
"Gracias, cariño," dije, abrazándolo con fuerza. "Eres increíble."
Pero esa noche, mientras lo veía dormir, no pude evitar derrumbarme. ¿Qué clase de madre era si no podía alimentar a su propio hijo? ¿Cómo podía permitir que él cargara con el peso de esta situación?
Decidí buscar ayuda nuevamente en la comunidad. Aunque me costaba horrores pedirlo, sabía que no podía seguir adelante sola. Cada paso hacia la iglesia del barrio era como cargar un peso invisible. Recordaba las veces que había visto a mi madre y a mi tía Sofía ayudando a otros sin esperar nada a cambio. Ahora, aquí estaba yo, en el otro lado, necesitando esa misma mano extendida.
Cuando entré en la iglesia, el padre estaba organizando unas cajas de alimentos junto a un grupo de voluntarios. Al verme, dejó lo que estaba haciendo y se acercó con una sonrisa cálida, aunque sus ojos reflejaban preocupación.
"Hermana Clara," dijo, poniendo una mano sobre mi hombro, "estaba pensando en usted, repartiendo el poco recurso de esta semana , pero algo es mejor que nada."
Las palabras se atoraron en mi garganta. Sentía vergüenza, como si estuviera admitiendo una derrota que no quería aceptar. Pero entonces recordé algo que mi padre siempre decía: "La verdadera fortaleza no está en no caer, sino en levantarse cada vez que lo haces."
"Padre," murmuré finalmente, mis manos temblando mientras sostenía el pequeño bolso que llevaba conmigo, "no sé qué hacer. No puedo darle de comer a mi hijo... Ni siquiera tengo un techo seguro sobre nuestras cabezas."
El padre me miró en silencio durante unos segundos antes de abrazarme con fuerza. "Clara," dijo, su voz firme pero llena de compasión, "no estás sola. Esta comunidad es tu familia, y juntos encontraremos una manera de salir adelante."
Esa noche, después de una reunión con los voluntarios, el padre me entregó una pequeña bolsa con alimentos básicos y una manta tejida a mano. "No es mucho," dijo, "pero es un comienzo. Y recuerda, Clara, el amor nunca se mide en lo que damos, sino en cómo lo damos."
Sentí cómo las lágrimas brotaban de mis ojos, pero esta vez no eran de desesperación. Eran de gratitud, de reconocimiento de que aún había bondad en el mundo, incluso en los momentos más oscuros.