Una vez dentro de mi oficina, invité a las mujeres a sentarse. Les expliqué el proceso para solicitar la beca y les aseguré que haría todo lo posible para ayudarlas.
"Gracias," murmuró una de ellas, evitando mi mirada. "No sabíamos que trabajabas aquí ni que tenías estudios universitarios. Pensábamos... Bueno, pensábamos mal."
"No importa," respondí con sinceridad. "Todos cometemos errores. Lo importante es aprender de ellos."
Mientras hablaba con ellas, noté cómo sus expresiones cambiaban de vergüenza a admiración. Al final de la reunión, una de las mujeres se atrevió a decir: "Clara, eres una mujer increíble. Nosotras no merecemos tu bondad."
"Solo espero que esto les enseñe algo," respondí con una sonrisa tranquila. "La vida está llena de pruebas, pero también de oportunidades para crecer. Nunca juzguen a alguien sin conocer su historia."
Cuando se fueron, sentí cómo algo dentro de mí se liberaba. No guardaba rencor hacia ellas; solo sentía compasión. Sabía que sus palabras habían sido fruto de la ignorancia, no de la maldad. Y ahora, tal vez, habían aprendido una lección valiosa.
Esa tarde, el director me llamó a su oficina. Parecía emocionado mientras me mostraba unos documentos.
"Clara," dijo, "he estado hablando con algunos contactos en la universidad. Dado que ya tienes segundo año de Psicología, podemos ayudarte a retomar tus estudios. Con tu trabajo aquí y el apoyo del colegio, podrías terminar la carrera en unos años."
Sentí cómo mi corazón daba un brinco. ¿Era esto real? ¿Después de tantos años de sacrificio, finalmente tendría la oportunidad de cumplir uno de mis sueños más grandes?
"Casi muero de la emoción," pensé mientras trataba de responder. "Muchas gracias, señor. No sabe cuánto significa esto para mí."
"No nos lo agradezcas a nosotros," respondió el director con una sonrisa. "Agradécelo a ti misma. Es tu esfuerzo y tu dedicación los que te han traído hasta aquí."
Pero ya tengo 44 años, soy una vieja para eso. El director tomó confianza y dijo "Viejo son los trapos", y sonrió.