Después de nuestra conversación, Jorge se ofreció a acompañarme a casa. Caminamos juntos bajo el atardecer, hablando de nuestras vidas, de los desafíos que habíamos enfrentado y de los sueños que aún teníamos.
"No sabes cuánto he pensado en ti a lo largo de los años," confesó de repente, deteniéndose frente a mi edificio.
"¿En serio?" pregunté, sorprendida.
"Sí," respondió, mirándome directamente a los ojos. "Eras diferente a las demás personas. Siempre fuiste fuerte, resiliente, pero también tenías un corazón enorme. Nunca pude olvidarte."
Sentí cómo mi corazón se derretía ante sus palabras. Durante años, había guardado mis emociones bajo llave, enfocándome únicamente en sobrevivir y cuidar de mi hijo. Pero ahora, aquí estaba este hombre, reviviendo algo dentro de mí que creía dormido para siempre.
"Gracias," murmuré, sonriendo tímidamente. "Significa mucho para mí."
Esa noche, no podía dejar de pensar en Jorge y en lo que había dicho. Recordé a mi abuela, quien siempre decía: "El amor verdadero no tiene prisa. Llega cuando menos lo esperas, pero cuando lo hace, te cambia para siempre."
Tal vez, pensé, este era uno de esos momentos. Tal vez, después de tantos años de sacrificio y soledad, estaba recibiendo una segunda oportunidad para ser feliz.
Pero también pensé en mi padre, quien siempre me había enseñado que el amor no se trata de recibir, sino de dar. Recordé cómo él había sacrificado todo por nosotros, cómo había trabajado incansablemente para darnos un futuro mejor.
"El amor es un regalo," murmuré, mirando las estrellas desde la ventana. "Un regalo que debe ser valorado y cuidado."