La reunión fue en una pequeña bodega de vino en las afueras de la ciudad. Era un lugar hermoso, rodeado de viñedos y con un aire de tranquilidad que parecía envolvernos. Cuando vi a Antonio por primera vez después de tantos años, sentí cómo las lágrimas brotaban de mis ojos.
"Clara," dijo, acercándose a mí con pasos lentos pero firmes. "Gracias por venir."
"No sé si debería estar aquí," respondí, tratando de contener mis emociones.
"Pero estás aquí," dijo con una sonrisa cálida. "Eso es lo que importa."
Nos sentamos en una mesa bajo un árbol, donde Antonio comenzó a hablar. Nos contó sobre su vida, sobre cómo había dedicado décadas a cuidar las bodegas de vino que había heredado de su padre. Habló de su soledad, de cómo nunca había podido olvidarme, pero también de cómo había aprendido a vivir con esa pérdida.
"Quiero dejarle algo a Tito," dijo finalmente, mirándome directamente a los ojos. "Esta bodega es una de las más importantes del país. Y quiero que sea suya."
Sentí cómo mi corazón se detuvo por un momento. "¿Qué?" pregunté, incrédula. "¿Por qué harías eso?"
"Porque es tu hijo," respondió con sinceridad. "Y porque nunca tuve otros hijos. Quiero que esta bodega sea un legado para él, algo que pueda cuidar y hacer crecer."
Al principio, me negué rotundamente. No podía aceptar algo tan grande, algo que cambiaría completamente la vida de Tito. Pero Antonio insistió, y Jorge también me animó a considerarlo.
"Es su manera de sanar," dijo Jorge una noche mientras discutíamos el tema. "Es su manera de cerrar el círculo. No puedes negarte solo porque tienes miedo."
Finalmente, decidí hablar con Tito. Cuando le expliqué la situación, él también se mostró sorprendido.
"Mamá," dijo, abrazándome con fuerza, "esto es increíble. Pero no quiero que sientas que estás obligada a aceptar algo que no deseas."
"No se trata de mí," respondí, sintiendo cómo las lágrimas caían libremente por mis mejillas. "Se trata de cerrar un capítulo, de sanar viejas heridas. Y de darte una oportunidad que nunca imaginé posible."