Siempre cerca

Capítulo 2

Casi la una de la madrugada. Me arropo con la manta y, sin querer, poco a poco empiezo a quedarme dormida.

—¿Puedo? —escucho la voz de Demian y me incorporo de un salto. No espera mi permiso y con destreza salta por la ventana. No es la primera vez que lo hace—. Tus padres no se acostaban nunca…

—¿Has estado todo este tiempo esperando en la calle?

—Sí —responde con un resoplido indiferente.

Huele a humo de cigarrillo mezclado con la frescura de la noche otoñal. Aunque estoy en contra del tabaco, ese olor me gusta.

—¿Quieres comer algo?

—No.

Pero sé que tiene hambre. Demian siempre tiene hambre, porque en su casa prácticamente no le dan de comer. Es un golpe de suerte cuando alguno de los amantes de su madre trae algo de picar junto con el alcohol: entonces puede que a Demian le toque algo, y eso solo si se porta bien. Y portarse bien nunca ha sido una de sus reglas.

Saco del escritorio unas galletas y unos caramelos de chocolate. Me los dieron unas abuelas compasivas en la iglesia. Por supuesto, no le digo a él de dónde vienen; de lo contrario, no los tocaría.

—Toma.

Demian duda un poco, pero al final empieza a comer. Primero muerde un trozo pequeño de galleta, y luego se lanza sobre ellas como si llevara días sin probar bocado. Pienso que la próxima vez debo traerle algo más sustancioso. Lo principal será hacerlo sin que mis padres lo noten.

—¿Y cómo estás? —pregunto con cuidado—. ¿Muy mal?

—Mal —asiente. Aun cuando la única luz de mi habitación es la de la tenue lámpara de noche, veo la tristeza en sus ojos. Eso no se puede ocultar ni en la oscuridad.

—¿Te expulsaron?

—No. Solo me suspendieron de clases dos semanas… vaya castigo… —desenvuelve un caramelo y se lo mete en la boca—. La directora llamó a mi madre al colegio, pero claro, ella no irá.

—Entonces ¿por qué estás tan deprimido?

Demian levanta la mirada hacia mí.

—¿No lo entiendes? Precisamente por eso… A todos les importa tan poco lo que me pase, que los profesores ni siquiera tienen a quién quejarse. Mi madre solo piensa en sus hombres y en el vodka. Creo que ni siquiera se daría cuenta si yo desapareciera. No le importo a nadie…

—Me importas a mí —digo, y me sonrojo, porque suena demasiado íntimo.

Demian sonríe apenas, solo con las comisuras de los labios.

—¿Puedo quedarme aquí hasta la mañana?

—Sí, claro.

Saco de debajo de la cama un saco de dormir. Es viejo, comprado en aquellos tiempos en que papá aún podía caminar y planeaba llevarme de excursión. Ahora es Demian quien duerme en él. Al principio se tumbaba en el suelo o se quedaba dormido sentado en el escritorio. Después se me ocurrió una forma de hacer su descanso un poco más cómodo.

—A veces te envidio tanto… —dice Demian, bostezando. Apaga la luz y se mete en el saco de dormir. Finge muy bien que está cómodo allí.

—¿A mí?

—Sí. Tienes una casa cálida, una familia…

—Esta casa tiene cien años y se sostiene por un milagro. Y mi familia es una portera y un inválido.

—¿Y qué?

—Que no hay nada que envidiar aquí.

—Yo ni siquiera tengo eso.

—Bueno, si lo comparas así, entonces en realidad no estoy tan mal… —me quedo tumbada en el sofá mirando al techo—. Aunque a veces parece que esto es el fondo.

—Créeme, aún no has tocado fondo. ¿Sabes cómo darte cuenta de que ya lo alcanzaste?

—¿Cómo?

—En el fondo verás a mi madre —ríe—. Ella sí que está allí. Hoy vino a verla su ex… ese que nos pegó durante tres años. Parece que hicieron las paces y volverán a vivir juntos. Le tengo miedo… dicen que ahora trafica con drogas. Justo lo que nos faltaba.

—¿Me lo dirás si tienes problemas con él?

—¿Y qué harás tú? ¿Encenderás una vela por mí en tu iglesia?

Agarro el cojín bordado que tenía bajo la cabeza y se lo lanzo. Odio sus burlas sobre mi trabajo en la iglesia.

—¡Sabes que no voy allí por voluntad propia! Es mi padre quien insiste.

Demian atrapa el cojín y se lo pone bajo la cabeza.

—¿Se preocupa por tu alma?

—Supongo…

—Quizás debería ir contigo alguna vez. Siento que mi alma ya está del todo corrompida. Ansío sangre y venganza.

—¿Quieres? ¡Vamos el sábado! Estarán encantados de verte.

—Nadia —suspira Demian—, estaba bromeando. No pondré un pie en ese manicomio. Los curas son unos mentirosos al servicio del poder, y los feligreses, ovejas sin cerebro que creen todo lo que les dicen. La iglesia se inventó solo para zombificar y controlar a la gente.

—Estás insultando a los creyentes.

—Sí.

—Eso no está bien. Mis padres también van a la iglesia.

—Van porque allí les dan ayuda humanitaria. Y, a cambio, envían a su hija a que le laven el cerebro cada semana.

—Eres insoportable —me tapo con la manta hasta la cabeza—. Duerme ya. Mañana hay que ir a clases…

—Yo no.

—Ah, cierto… ¿Y qué piensas hacer todo el día?

—Cometer la mayor cantidad de pecados posible, para que tengas por quién rezar. ¿Crees que me dará tiempo a romper los siete mandamientos antes de cumplir la mayoría de edad?

No respondo. Cierro los ojos y finjo que me duermo. Nunca se lo confesaré, pero ya todas las noches rezo por él. Merece ser feliz, aunque sea a ratos.




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