Siempre cerca

2.1

Demian

Siempre me voy antes de que amanezca. No quiero que Nadya me encuentre por la mañana. Sería, como mínimo, incómodo. Doblo el saco de dormir en silencio y lo guardo. Luego, de puntillas, porque el suelo cruje demasiado, me acerco a la ventana y la abro. Un torbellino de aire frío irrumpe en la habitación. Me doy la vuelta y veo que Nadya, instintivamente, se encoge como un ovillo para calentarse. En sueños suele fruncir el ceño, como si incluso allí alguien intentara hacerle daño. No entiendo a la gente… Que me llenen a mí de barro, vale, aquí hay motivos. Pero Nadya… ella es la persona más bondadosa, más dulce y más luminosa del mundo… como el mismo sol. ¿Por qué los demás se empeñan en no verlo? Yo preferiría cortarme la lengua con unas tijeras oxidadas antes que decir una sola palabra mala sobre ella.

—Nos vemos —susurro, y salto a la calle.

La hierba está cubierta de escarcha. Mis zapatillas se empapan al instante y a la sensación general de incomodidad se le suman ahora los pies mojados. Me arropo en la sudadera y camino sin rumbo. No quiero volver a casa tan temprano. En realidad, no quiero volver allí nunca… Odio ese piso y a todos los que viven en él.

Saco del bolsillo un paquete de cigarrillos que robé al novio de mi madre. Me pongo uno entre los labios y, al encenderlo, inhalo el humo amargo. La repulsión es inmediata, toso sin poder contenerme. Me pregunto si de verdad existe alguien que disfrute con esto… Fumo solo con la esperanza de entrar en calor y distraerme un poco mientras pienso adónde ir.

Sin darme cuenta, mis pies me llevan a la tienda del barrio, a una manzana de casa. Es una tiendecita de alimentos y artículos de limpieza. Los precios son un poco altos, pero al menos no hay que ir hasta el supermercado grande. Veo al dueño —don Mijaíl—, un hombre bajo y gordo de unos cincuenta años. Ha aparcado su furgoneta en la entrada trasera y descarga cajas de cerveza.

—¿Ya dando vueltas desde temprano? —pregunta al verme. Suena a reproche, pero no me ofendo. Este hombre siempre ha sido amable conmigo. En parte porque no sabe que más de una vez le he robado cosas pequeñas. Nada más caro que una tableta de chocolate, lo juro.

—Sí.

Se detiene. Me observa de arriba abajo. Saca sus conclusiones, pero se las guarda.

—Entra, desayunarás conmigo —dice, secándose el sudor de la calva.

—No necesito desayuno.

—¿Entonces qué necesitas?

—Trabajo —suelto de golpe—. ¿Puedo trabajar aquí con usted?

—¡Ni pensarlo! ¿Quieres que me metan preso por explotación infantil?

—Pero necesito dinero.

—Entonces pídaselo a tus padres —responde, y luego frunce el ceño al recordar quién es mi familia. A mi madre aquí todos la conocen—. ¿Para qué quieres dinero? ¿Para gastarlo en cigarrillos?

Me doy cuenta de que todavía tengo la colilla en la mano. La tiro al suelo y la aplasto con la suela.

—No. Para comprar comida en casa —confieso—. Y si no me cree, puedo comprarla aquí mismo, en su tienda.

Mijaíl se rasca la nuca.

—Bueno, entonces ven después de las clases o los fines de semana… Algo encontraremos.

—Hoy tengo libre.

—¿Haciendo novillos?

—No, me suspendieron oficialmente.

El hombre niega con la cabeza. Obviamente, sus ganas de darme trabajo disminuyen rápido.

—Ya sé lo que piensa —me adelanto, antes de que me rechace.

—¿Ah, sí?

—Pero no lo defraudaré. Y no volveré a robar nada. No me juzgue mal solo porque desprecia a mi madre. Yo no elegí en qué familia nacer.

Vacila.

—Hay que ordenar mercancía y limpiar el almacén. Si lo haces bien, podrás llevarte una cesta de comida, lo que quieras.

—¡Gracias! —exclamo feliz. Por fin alguien confía en mí.

Mijaíl insiste en compartir conmigo el desayuno, mientras me interroga sobre la suspensión de clases. Le cuento lo del cuaderno de Nadya, y solo entonces baja su nivel de desconfianza.

—Ya veo. Pues manos a la obra. No me gusta que la gente pierda el tiempo.

Trabajo con Mijaíl hasta el cierre. Me busco tareas adrede, solo para que no me diga que me largue. Es una sensación agradable, sentirte útil. Aunque sea como ayudante ilegal en una tienda.

Fuera ya es de noche. Siento cansancio en los brazos, seguramente mañana no podré ni levantarlos, pero eso no importa. Lo principal es que he pasado todo el día bajo techo y, además, de forma productiva.

—Toma —Mijaíl me tiende una cesta—. Elige lo que quieras.

Camino entre los estantes con un placer inmenso. Cojo pan, tres tipos de cereales, las salchichas más baratas, patatas, té y galletas. Le enseño la selección a Mijaíl, preocupado de que piense que es demasiado.

—Está bien —asiente.

Paso todo al bolso.

—Gracias —le sonrío de camino a la puerta.

—¡Espera! —saca de la caja unas cuantas monedas arrugadas—. Esto es para ti, personalmente.

Miro el dinero, pero no me apresuro a cogerlo.

—Pero…

—Trabajaste bien. Quiero que al menos algo de lo ganado sea solo para ti —y con esas palabras, mete los billetes en el bolsillo de mi sudadera y me da una palmada en el hombro—. Y ni una palabra de que trabajaste aquí. ¿De acuerdo? No quiero problemas.

—Claro —asiento.

Feliz. Con una bolsa llena de comida, por fin regreso a casa. No sé si mi madre ha comido algo caliente hoy. Me da miedo que acabe con una úlcera de estómago, de tanto beber con el estómago vacío. Cuanto antes pueda darle de comer —y también comer yo—, mejor.




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