Siempre cerca

Сapítulo 3

Subo las escaleras hasta el quinto piso. En el rellano está sucio, huele a orines y a perros callejeros. Quisiera entrar cuanto antes en mi piso, pero sé perfectamente que allí no será mejor. Pulso el timbre y espero a que alguien me abra. No tengo mis propias llaves: mamá me las quitó en cuanto descubrió que a veces me escapaba a dormir a otro sitio. Creía que, si no podía volver a escondidas, me olvidaría de la idea de dormir fuera de casa. Tonterías: desde entonces solo me escapo con más frecuencia a lo de Nadya. Y mamá, por su parte, cada vez se emborracha más hasta el punto de olvidarse de que tiene un hijo.

—Apareciste… —murmura Yaroslav por lo bajo. Antes lo llamaba padrastro, pero ahora ya no me sale decirlo. No es nadie para mí. Solo un extraño que se acuesta con mi madre y nos humilla cuando está de mal humor—. ¿Dónde diablos andabas?

—No es asunto tuyo —entro en el pasillo, chocando adrede mi hombro con el suyo. En sus ojos vidriosos se enciende una chispa de rabia. Antes, por semejante insolencia, me habría pegado de tal manera que volaría al otro extremo de la habitación. Pero he crecido, soy una cabeza más alto que él. Puedo defenderme, y eso frena un poco sus ganas de mostrar quién es “el dueño” de la casa—. ¿Dónde está mamá?

—Duerme.

Paso junto a la puerta cerrada de la habitación del tío. La mitad del piso le pertenece. Cuando estaba en la cárcel, era mi dormitorio, pero hace dos años me echaron de allí. Ahora me toca dormir en la cocina, porque la otra habitación la ocupan mamá y Yaroslav. O más bien, ahora Yaroslav. Antes que él, los hombres en la cama de mi madre se sucedían tan rápido que ni siquiera alcanzaba a memorizar sus nombres. Y ni uno solo resultó ser una persona decente capaz de sacarnos de la miseria… Al contrario, la mayoría solo añadía más porquería a nuestras vidas.

Bajo varias capas de mantas viejas, en el sofá cama, mamá duerme de verdad. Tiene el pelo revuelto, el rímel corrido alrededor de los ojos, como si hubiera llorado, pero los labios torcidos en una sonrisa beatífica. Su aspecto da miedo.

—Mamá —la toco para despertarla—. Mamá, ¿quieres comer?

Abre los ojos. Me mira como si me viera por primera vez, y después suelta una risa. Pero no es su risa… Suena extraña, desquiciada…

Miro a Yaroslav.

—¿Qué le pasa? —pregunto.

—Está bien —responde, dejándose caer en el sofá junto a ella. La rodea con un brazo y la risa rara de mamá poco a poco se apaga. Cierra los ojos y vuelve a sumirse en el sueño.

—¿Le diste drogas? —se me hiela la piel al pronunciarlo—. ¿Qué es lo que tomó?

—Solo es para relajarse —se encoge de hombros Yaroslav—. No pasa nada malo.

—Repite eso delante de la policía —voy hacia el teléfono—. ¡En este piso no habrá drogas! ¡Jamás!

Empiezo a marcar el número, esperando que Yaroslav al menos se asuste. Pero permanece tranquilo. Me observa en silencio.

—Cuando llames a los polis, no olvides mencionar a los de servicios sociales —suelta de repente—. ¿Crees que van a dejar a un crío vivir en estas condiciones? Es un milagro que todavía no te hayan mandado a un internado.

Aprieto los puños y cuelgo el auricular sin llamar. Aunque no supieran nada de los trapicheos de Yaroslav, aunque mamá no bebiera… aun así estaría a un paso de que me quitaran de la familia por “condiciones inadecuadas”. No tengo cama propia, el piso no se calienta porque uno de los amantes de mamá cambió los radiadores por vodka, tampoco tenemos agua caliente… Y del orden y la limpieza mejor ni hablar. Parece que la única mancha limpia en esta pocilga es mi gatita: Alaska. Es aún pequeña, de pocos meses, con un pelaje blanco como la nieve y ojos azules. La encontré en el basurero junto al mercado. No creo que me agradezca haberla salvado… En nuestro piso no está más a gusto que en un basurero. A veces mamá dice que la devuelva allí de donde la traje, pero no puedo… la quiero demasiado.

—Si vuelvo a ver a mamá colocada, te mato —le digo entre dientes—. Lo juro. No me importa acabar en la cárcel.

—Tu madre es una mujer adulta. Ella sola decide qué consumir.

—¡TE VOY A MATAR! —le grito, para que lo entienda bien. La sangre me late en las sienes, el corazón me golpea como si hubiera subido otra vez los cinco pisos corriendo—. Te odio…

Yaroslav no contesta. Se da la vuelta hacia la pared y finge dormir. Supongo que tampoco piensa del todo en frío. Puede que mañana ni siquiera recuerde esta conversación.

Yo, en cambio, cojo a Alaska en brazos y, apretándola contra mí, la llevo a la cocina para darle de comer. Parece que será la única que me haga compañía esta noche.




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