Por la mañana me aseguro de que mamá está bien. Se queja de dolor de cabeza, pero por alguna razón cree que la culpa es mía. Según ella, porque discuto demasiado fuerte y sin parar con Yaroslav. Me duele que se ponga de su parte. No es justo. Al menos yo intento cuidarla, ¿y qué le da él?
La rabia me quema por dentro, quisiera gritar. Pero mi casa es ese tipo de lugar donde puedes desgañitarte llorando tu dolor y nadie te escucha. Me distraigo jugando con la gata, aunque no sirve de mucho. Al final recurro a mi método probado: escapar. Primero voy al centro y deambulo por el parque, me encuentro con un par de amigos, tan perdedores como yo. Buscamos problemas y lo que nos parece la mejor idea es la propuesta de mi colega: desvalijar una máquina de café. Claro que dinero no vamos a sacar, pero un par de decenas de vasitos de papel y medio kilo de azúcar en sobrecitos tampoco es mal botín. Lo principal es que nos reímos. Y la adrenalina explota, sobre todo cuando el guardia se da cuenta de nuestra gracia y nos persigue por todo el parque.
Luego recuerdo que yo sí tengo dinero ganado honradamente. Y me alcanza la sensatez para no despilfarrarlo en presumir delante de los chicos. En vez de eso entro en una papelería, compro un par de cuadernos bonitos, bolígrafos de colores y una chocolatina pequeña. Meto todo en una bolsa y me voy a la escuela, justo cuando acaban las clases.
Para no llamar la atención de los profes ni de los compañeros, espero a Nadya en la esquina. Ella, como siempre, se retrasa… seguro que otra vez se ha quedado en la biblioteca. Pobre empollona. Como si lo hiciera a propósito para ponerme a prueba.
—¿Demyan? —al fin oigo su voz.
—Hola —se me dibuja una sonrisa boba. No lo puedo evitar. Nadya, en cambio, parece triste. —¿Qué pasa?
—Nada.
Nos igualamos y seguimos andando juntos.
—No parece nada. Cuéntame.
—Pues… —me lanza una mirada de reojo—. Artem vino hoy a la escuela… Tenía el labio inferior hinchado como una empanada. Pero no es eso. No deja de hablar de ti, insultándote.
—¿Y qué? Como si antes no lo hiciera —me encojo de hombros con indiferencia—. Lo importante es que ya no te moleste.
—No, no me molesta —al fin sonríe—. Nadie me molesta. Da la impresión de que ahora tienen miedo… Escuché a unas chicas hablando. ¿Te imaginas? Están convencidas de que somos pareja.
Pongo los ojos en blanco.
—Idiotas. Solo tienen envidia, porque ellas también quieren salir con chicos y todavía nadie las quiere.
—Pero nosotros solo somos amigos.
—¿Se lo dijiste?
—No. ¿Y si no lo digo? —Nadya se sonroja hasta las orejas—. O sea… no me molestaría parecer un poco más cool delante de ellas.
—Tienes que aprender a pasar de lo que piensen los demás.
—¿Tú sabes hacerlo?
—Sí.
—Entonces puedes pasar también de ese rumor de que somos pareja, ¿no? ¿No te incomodará?
Me detengo. ¿Cómo consiguió darle la vuelta a todo para beneficiarse? Creo que la he subestimado.
—Solo con la condición de que todo acabe cuando yo tenga una novia de verdad —cedo—. Y nada de cursilerías. No hagas mi vida aún más insoportable.
—De acuerdo —Nadya sonríe más ampliamente.
Llegamos a su calle, pero no la acompaño más. No quiero que me vean. Mejor regresaré de noche.
—Casi lo olvido —saco la bolsa de la mochila—. Es para ti.
Nadya mira dentro y levanta la vista sorprendida.
—¿Por qué?
—Bueno… Artem te arruinó el cuaderno. Y yo vi que, en lugar de comprarte otro, arrancabas hojas con chicle y lo volvías a copiar todo. ¿No te parece asqueroso escribir en un cuaderno escupido por Artem?
—Pero… No tan asqueroso como escribir en algo robado.
Con esas palabras me dan ganas de ir a estamparme contra el árbol más cercano.
—¿De dónde sacas que lo robé?
—¿Y no lo robaste?
—¡No! Lo compré con dinero que gané, incluso tengo el recibo. Ayer me pasé todo el día trabajando en la tienda. ¿No me crees? Pregúntale al señor Mykhailo. Aunque… mejor no le preguntes, le prometí que no contaría nada porque es ilegal —me giro, me da vergüenza decirle esto mirándola a los ojos—. Jamás te daría algo robado. Tú mereces algo mejor.
Nadya vuelve a mirar la bolsa, ahora con menos desconfianza.
—¿Trabajaste, ganaste dinero y lo gastaste en mí? —dice con lágrimas en los ojos. Lo que me faltaba.
—Eh, no llores —hago una mueca—. Solo es un pequeño agradecimiento por tu hospitalidad.
—No hacía falta… Gracias.
—Una tontería —me encojo de hombros, aunque yo mismo me siento muy bien—. Bueno, me voy… tengo cosas que hacer.
Nadya mira hacia su casa.
—¿No quieres quedarte a comer? Supongo que a mis padres no les molestará un amigo del colegio.
—No quiero —corto en seco.
Puede que no lo digan en voz alta por pura cortesía, pero cualquier padre normal sí se opondría a que su hija se junte conmigo. Yo soy la mala compañía de la que normalmente protegen a sus hijos. No hay que ir muy lejos: todo lo prohibido que Nadya ha probado —desde fumar, probar cerveza o meterse en obras abandonadas, llenas de mierda y jeringas— fue siempre idea mía.
—Entonces me voy. Dejaron mucha tarea.
—Vale —asiento—. Nos vemos.
Nadya, apretando los cuadernos contra el pecho como si fueran un tesoro, da unos pasos y luego se detiene. Se gira.
—¿Vas a venir esta noche?
—No sé… quizá.
—Te esperaré.