Siempre cerca

Сapítulo 4

Hace 12 años

Nadia

Esa noche la lluvia caía sin piedad. Papá dormitaba frente al televisor, aunque por alguna razón no quería acostarse de verdad. Mamá, mirando el enésimo episodio de otra telenovela interminable, tejía un jersey que luego me daría vergüenza llevar al colegio.

Les deseo buenas noches y me encierro en mi habitación. Por fin tengo un teléfono con internet y me resulta urgente abrirme perfiles en las redes sociales. Con un poco de suerte, incluso podré llamar la atención de algún chico… En internet una puede ser quien quiera; ahí no saben que en realidad soy una marginada con la autoestima por los suelos.

Sin embargo, ni siquiera alcanzo a subir mi foto a la página cuando aparece un mensaje de Demian en la pantalla.

“¿No duermes?”, me pregunta.

“No.”

“Entonces, ¿puedo pasar?”

Me acerco a la ventana y corro la cortina. La cortina de lluvia es tan espesa que tengo que apagar la luz para que mis ojos se acostumbren a la oscuridad y consigan distinguir algo. Por fin diviso una figura alta y oscura, y a su lado un puntito de luz que sube y baja. Al principio creo que es una luciérnaga. Más tarde entiendo que no, que es un cigarrillo encendido.

Al sentir mi mirada, Demian tira la colilla a un lado y, iluminándose con la pantalla del móvil, lo agita sobre su cabeza.

El corazón empieza a latirme más rápido. Tengo un mal presentimiento. Podría apostar a que le ha pasado algo grave, porque de lo contrario no vendría hasta aquí bajo el aguacero. Últimamente casi no se deja ver. Quisiera creer que se debe a que en su casa las cosas han mejorado, pero no… Demian pasa cada vez más tiempo con los chicos, su manada. Ahora se queda a dormir con ellos en un piso alquilado. Y aunque suene egoísta, me duele que ya no me necesite tanto como antes.

Sin importar que mis padres aún estén despiertos, abro la ventana y le hago señas para que entre.

—Hola —susurra Demian, saltando algo torpemente por el alféizar. Quiero decirle que ha perdido la agilidad porque hace mucho que no entra así, pero en el último momento decido callar. Mejor alegrarme de que, al menos esta noche, me haya sorprendido con su presencia.

Al instante se forma un charco bajo sus pies. Está empapado de pies a cabeza. Con sólo mirarlo me da frío.

—Mis padres todavía no duermen.

—Lo sé, perdona. —Se quita la capucha, que no lo protegió en absoluto de la tormenta—. Es sólo que necesitaba hablar con alguien.

Sólo ahora noto que tiene los ojos rojos e hinchados. Demian ha llorado. Trato de recordar si alguna vez lo había visto así… No. Jamás había derramado una lágrima delante de mí.

Apoyo la palma de mi mano en su mejilla. Está helada como el hielo, pero en las yemas de mis dedos siento lágrimas calientes. Así que no me equivoqué.

—¿Qué ha pasado?

Demian aparta la mirada. Le avergüenza mostrar sus emociones, aunque yo siempre le decía que era normal. Eso de que “los hombres no lloran” me parece repugnante e injusto. Todos somos personas. Todos sentimos y tenemos derecho a expresarlo.

—Mi madre —dice al fin—. Ha caído del todo en las drogas. Hoy la vi inyectarse en una vena. Esto es el fin, Nadia… Ya no hay manera de sacarla de ese pozo. Por más que lo intenté… no sirvió de nada. Ya no me quedan fuerzas.

—Dios mío —fingo sorpresa. En realidad, tanto él como yo sabíamos perfectamente que tarde o temprano pasaría. Su madre nunca tuvo fuerza de voluntad. Si no pudo dejar el alcohol, menos aún cumpliría la promesa de abandonar las drogas—. Lo siento mucho…

Abrazo a Demian, apretándolo fuerte contra mí. Mi pijama se empapa al instante, pero no me importa. Lo único que quiero es quitarle aunque sea un poco de su dolor. Al principio intenta apartarse, pero luego me rodea con los brazos y me devuelve el abrazo. Parece que permanecemos así una eternidad.

—¿Puedo quedarme contigo? —pregunta al cabo de un rato.

—Nunca te lo he prohibido. Lo sabes.

—Lo sé —responde con una débil sonrisa.

—Quítate la ropa. La pondremos sobre el radiador para que se seque antes de la mañana.

Demian se sonroja, y no entiendo por qué.

—No me digas que tienes vergüenza —pongo los ojos en blanco—. Ni loca me lo creo.

—No.

—Entonces, ¿qué pasa?

—Nada, olvídalo.

Se quita la cazadora vaquera. La tomo y la escurro sobre una maceta. De un bolsillo se le caen unas monedas, y logro poner el pie a tiempo para que no hagan ruido al chocar contra el suelo.

Luego se quita la camiseta. Y de golpe me invade el pánico. Su pecho está lleno de moretones del tamaño de una manzana, y en el abdomen tiene una herida cubierta con una gasa doblada varias veces y pegada con cinta adhesiva. Veo manchas de sangre que han traspasado la tela y siento ganas de gritar.

—¡Tranquila! —susurra Demian con súplica en la voz—. Sólo es un rasguño. No es muy profundo.

Coge la manta de mi cama y se envuelve en ella, ocultando la herida de mis ojos.

—¿De dónde? —pregunto, aunque ya sé la respuesta.

—Mi piso se ha convertido en un antro. Y ahí no les gustan los críos engreídos que hacen ruido y echan a los invitados.

—¿Fue Yaroslav?

—No. Unos amigos suyos… —Demian me toma de la mano—. Eh, tranquila, no pasa nada. Yo les di más fuerte.

—¡Tienes una puñalada! ¿Cómo que no pasa nada?

—Fue un tenedor.

—¿Qué?

—No fue con un cuchillo —explica—. Me cortaron con un tenedor.

—¿Y eso debería tranquilizarme?

—¿No lo logra? —se ríe, sin motivo.

—¡No! Necesitas ir al hospital. A la policía… Hay que… —digo, incapaz de quedarme quieta por la angustia—. Alguien tiene que protegerte. Se lo diré a mis padres, ellos te ayudarán.

Demian sacude la cabeza.

—No se lo dirás a nadie. Si no, me mandarán a un centro de menores. No quiero perder mi libertad.

—¿Y prefieres perder la vida?




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