Entro de puntillas en la cocina y abro el cajón donde se guardan las medicinas.
—¿Te sientes mal? —la voz de mamá me hace dar un respingo.
Lentamente, como una delincuente atrapada in fraganti, me doy la vuelta para enfrentarme a ella. Ya está con el camisón puesto, y en silencio me alegro de que pronto, por fin, ella y papá se vayan a dormir.
—Pues… me duele un poco la garganta —improviso al instante y toso para hacerlo más creíble—. ¿Tenemos caramelos de esos para la garganta?
—Debe de haber —mamá pasa a mi lado, guarda la olla con la papilla que había preparado para mañana en la nevera—. ¿Quieres que te prepare un té?
—¿Sabes qué? Sí, por favor —asiento—. Pero… ¿puedo tomarlo en mi cuarto?
—Por supuesto.
Mamá prepara una taza de té de menta, le añade miel y limón: nuestra bebida casera para todos los males.
—¿No tienes fiebre? —me pone los labios en la frente con ternura—. Parece que todo está bien.
—No te preocupes. Seguro que forzé la voz en educación física. Animaba demasiado al equipo de fútbol.
Mamá sonríe.
—Aun así, si mañana te encuentras mal, mejor no vayas al colegio.
—Está bien, gracias.
—Dulces sueños, cariño.
Por fin se va a su dormitorio y cierra la puerta. Siento alivio… Por un momento pensé que nos descubriría. Ni quiero imaginarme la reacción de mis padres si llegaran a ver a un chico prácticamente desnudo en mi habitación.
Guardo algodón, vendas y antisépticos en los bolsillos. Cojo el té y vuelvo con Demian.
—Casi me había dormido —murmura, frotándose los ojos.
—Perdona, mamá me entretuvo. Por cierto —le tiendo la taza humeante—, es para ti.
—Wow, genial.
Acaricia la taza con ambas manos para calentarse. Yo me siento enfrente y no puedo apartar la vista de su herida. Imágenes horribles de cómo pudo pasar me invaden la cabeza. Y lo peor es que no es la primera vez…
—Ya está bien —no aguanto más—. Tengo que ver qué tan profunda es la herida.
Demian se levanta con gesto resignado. Todavía lleva la manta sobre los hombros y, con el pelo largo y mojado, parece un guerrero de alguna tribu salvaje.
Me tiemblan las manos de los nervios. Con cuidado, temiendo hacerle daño, le despego la cinta adhesiva.
—El material de papelería no sirve mucho para curar heridas —comento cuando, junto con la cinta, arranco también algunos pelos de su piel.
—Lo tendré en cuenta para la próxima.
—Espero que no haya próxima… —abro la herida. Ahora se ve claro que no fue solo un pinchazo con un tenedor: lo clavaron y lo arrastraron hacia abajo, desgarrando la piel—. Uf… ¿Recuerdas cuando aquel perro del vecino me atacó?
—Ajá.
—Me rompió los pantalones… El agujero se veía igual que tu herida.
—Genial —pone los ojos en blanco—. ¿Tan mal está?
—Ajá… La desinfectaré, pero de todos modos deberías ir al médico. Prométeme que mañana irás.
—De acuerdo —responde, aunque no le creo en absoluto. Para que Demian vaya voluntariamente al médico tendría que ocurrir un milagro.
Empapo el algodón en alcohol y lo aplico sobre la piel. Sé que duele muchísimo. Incluso yo misma lo siento como si fuera mi propio dolor.
—Aguanta un poco más —suplico, apartando una lágrima—. Ya casi termino…
—Nadya.
Dejo a un lado el algodón ensangrentado y empiezo a cortar la venda. Las malditas lágrimas no dejan de caer. Me da tanta lástima… Sería capaz de destrozar con mis manos a cualquiera que le hiciera daño a Demian. Y la primera sería su madre. Ella es la fuente de todo el mal.
—¡Nadya! —repite.
Levanto la vista.
—¿Qué?
—No llores. No me estoy muriendo.
—Pero siento como si yo muriera cada vez que a ti te hacen daño.
Él intenta responder, abre la boca, pero al final se lo piensa mejor y simplemente aprieta mi mano. A veces eso dice más que mil palabras.
—Listo —le aviso, tras vendarlo con esmero. Puede que me haya pasado usando dos rollos enteros, pero igual me gusta cómo quedó—. ¿Te conté que sueño con entrar en Medicina?
—Solo un millón de veces.
—Pues felicidades: eres mi primer paciente. ¿Qué tal la experiencia?
—Ninguna queja. Solo un consejo… aprende a no llorar cuando cures a otros. Si no, no te alcanzarán las lágrimas para todos.
—Trato hecho. Las guardaré solo para ti.
Demian mira a su alrededor.
—Bueno, ¿y dónde está mi saco de dormir? —pregunta.
—Pues… —me incomodo, empiezo a recoger la mesa—. Hace tanto que no venías… Pensé que ya no lo querrías.
—Solo intentaba no darte más molestias.
—Tú no me molestas. Para nada —aseguro—. Y, ¿sabes qué? No quiero que duermas en el suelo. Mi sofá es amplio. Cabemos los dos. Yo usaré otra manta.
Me arden las mejillas. Rezo para que Demian no se burle de mi propuesta.
Pero él solo se encoge de hombros.
—Está bien, si así te sientes más cómoda.
Uf…