Siempre cerca

5.1

No necesito muchas cosas. En realidad no tengo nada que llevar conmigo, así que hacer la maleta me toma apenas unos minutos.

Me gustaría despedirme de mi madre, pero está en un estado tal que no entendería nada. No quiero que mis últimos recuerdos de ella sean desagradables, así que tomo a Alaska en brazos, la escondo bajo la sudadera y salgo rumbo a la escuela.

Nadia sabe dónde voy a esperarla. Tenemos nuestro propio lugar: el patio trasero, detrás de la caldera. Nadie va allí nunca, así que podemos estar seguros de que nadie nos verá. Lo usamos por primera vez en quinto grado, cuando Nadia recibió un suspenso en educación física y yo lo cambié por un doce, escribiendo además: “¡Sigue así!”. Parece que fue hace cien años. Ojalá ahora solo tuviéramos esos problemas…

Todavía falta mucho para el tren, no tengo prisa. Saco a la gata de entre mi ropa y le ofrezco pasear por las hojas caídas, pero la idea no le gusta nada. Se aferra con las garras a mi camiseta y maúlla como si quisiera ahogarla alguien. Entonces abandono la absurda esperanza de presentarle el mundo exterior y saco el móvil. Escribo un mensaje rápido a Nadia:

“Ya estoy en el lugar, ven cuando puedas.”

Sorprendentemente, la respuesta llega de inmediato:

“Ya voy corriendo.”

Miro el reloj. Qué raro, si la última clase apenas acaba de empezar… ¿De verdad habrá decidido escaparse de biología? Nunca lo había hecho. Nadia no es de las que rompen las reglas.

Sin embargo, unos minutos después escucho sus pasos. Estoy seguro de que son los suyos; esas cosas no se confunden. Entre miles, reconocería su andar, su respiración o incluso su olor. A veces me parece que en estos años se ha vuelto parte de mí mismo. Y eso hasta me asusta un poco…

—Hola —fuerza una sonrisa, aunque sus ojos están tristes.

—¿Cancelaron la clase?

—No —aparta la mirada—. Hoy no fui a ninguna clase. Le dije a mis padres que me sentía mal.

—¿Así que al fin aprendiste a mentir?

—No. En serio me siento mal… pero no tiene nada que ver con la salud.

Entiendo de qué habla. Yo siento lo mismo, me desgarra por dentro.

—Perdóname —suspiro—. No quiero dejarte sola. Es solo que…

Nadia levanta la mano, deteniéndome.

—No te justifiques. Lo entiendo todo —después su mirada cae en la cola blanca de Alaska, que asoma por debajo de mi sudadera—. ¿También te la llevas?

—No… —retiro sus garras de mi piel—. En realidad, quería pedirte un favor. ¿Podrías quedarte con Alaska?

Los ojos de Nadia se agrandan.

—¿Yo? Pero…

—No quiero dejarla con esos drogadictos. Y en ti confío. Que viva contigo —le entrego la gata antes de que empiece a darme mil razones de por qué sus padres nunca aceptarían—. Por favor. Considéralo mi regalo de despedida. Que te recuerde a mí.

—Como si necesitara una gata para recordarte… —acaricia torpemente a Alaska en la cabeza—. Está bien. Ya me las arreglaré.

—Gracias.

Después nos quedamos quietos, mirándonos. Es difícil encontrar las palabras adecuadas. Mejor dicho: las palabras parecen de más. Al fin y al cabo, no podrían expresar lo que sentimos.

—¿Volveremos a vernos? —pregunta Nadia al cabo de un rato—. ¿Existe esa posibilidad?

—Por supuesto que volveremos a vernos. Y, de hecho, voy a estar pendiente de ti.

—¿Cómo?

—He hablado con algunas personas. Si alguna vez tienes problemas, ellos te ayudarán.

—¿Y por qué no te ayudaron a ti? —suspira.

—Porque mis problemas son de otro nivel —le aprieto el hombro—. No te entristezcas. Te prometo que no es la última vez que nos vemos.

Por un instante Nadia parece más animada.

—Lo tomaré como una promesa —asiente, abrazando más fuerte a Alaska.

Vuelvo a mirar el reloj.

—Creo que ya es hora… —miento. En realidad, todavía tengo una hora de margen. Solo que si alargo esta despedida, acabaré dudando y tal vez no me atreva a irme.

Nadia solloza. Ha aguantado demasiado tiempo sin llorar.

—Cuídate.

—Lo intentaré. Y tú también cuídate. Y recuerda que eres la mejor.

—¿Mejor que quién?

—Que todos…

Ella extiende un brazo para abrazarme, el otro lo necesita para sujetar a mi gata. Yo, en respuesta, los aprieto fuerte contra mí a las dos.

Un minuto más, y tengo que soltarlas.

Nadia se marcha cabizbaja. No se vuelve, aunque apuesto a que muere de ganas.

Y entonces entiendo que siempre me arrepentiré si no digo lo que voy a decir. Tengo que hacerlo. Quiero que sea la primera en escuchar algo así de mis labios.

—¡Nadia! —la llamo.

Ella se detiene.

—¿Qué pasa, Demian?

—Te quiero. Desde hace mucho tiempo.

Nadia finalmente se vuelve, corre hacia mí y me besa. Todo sucede tan deprisa que ni siquiera alcanzo a sentir nada. Como si un mariposa rozara mis labios un segundo.

—Y yo a ti —susurra, y después sale corriendo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.