Viajo en tren por primera vez. Y además sola. Da un poco de miedo, sobre todo de noche, cuando apagan la luz. Pero no me dejo vencer. La expectativa del encuentro con Demian no me permite rendirme a los pensamientos negativos.
Mi parada es la última, a las siete de la mañana. Me levanto a las seis, voy al baño, me cambio de ropa y vuelvo al compartimento. Hace calor aquí, pero aun así me castañean los dientes. Los nervios me invaden por completo. A la vez quiero que el viaje termine pronto y, al mismo tiempo, deseo que dure más, porque no me siento preparada para algo así.
Por la ventana empiezan a aparecer los edificios altos de las afueras de Kiev. Son tan enormes que intimidan. Todo alrededor parece multiplicado varias veces. No estoy acostumbrada; me siento como una hormiguita. No creo que pudiera acostumbrarme a una gran ciudad: me resulta mucho más cómodo en nuestro rincón apartado, donde el edificio más alto es la iglesia y el lugar más concurrido es la escuela.
El tren reduce la velocidad, nos acercamos a la estación. Tomo mi mochila y, arrastrada por el flujo de pasajeros, me muevo hacia la salida. Instintivamente miro por la ventana, esperando ver a Demian, pero no alcanzo a distinguir nada: de pronto ya estoy en la calle. Casi me empujan fuera.
Demasiada gente. Demasiados desconocidos. Un ruido ensordecedor. Miro a mi alrededor y lucho contra las ganas de volver al compartimento, donde todo era tranquilo y seguro. ¿Y si esto fuera una broma? ¿Y si Demian ni siquiera lo sabe? Tal vez esté ocupado con sus cosas y no tenga idea de que he venido. Dios mío, ¿y si ni siquiera vive en Kiev?
—¡Nadya! —alguien me agarra fuerte de la cintura y me levanta del suelo—. ¡Eres tú! Hasta el último momento dudé de que vinieras.
Me giro lentamente y veo a Demian. Su voz ha cambiado: es grave y un poco ronca. Y él mismo también ha cambiado mucho… Ha crecido más de una cabeza. Sus hombros y su espalda se ensancharon, como si hubiera pasado el año entero nadando. Su pelo se oscureció y ya no le cae sobre los hombros, sino que le queda erizado en un corte corto. Sobre la ceja izquierda tiene una cicatriz y en la oreja, un piercing. Solo sus ojos… los ojos de Demian siguen siendo los mismos: grises como el acero, limpios y tristes, incluso cuando sonríe.
—¿Por qué me miras así? —pregunta, apartándose un poco—. Como si hubieras visto un fantasma.
—Pues así se siente —confieso.
Demian ríe y vuelve a abrazarme. ¿De dónde saca tanta fuerza? ¿Dónde quedó aquel muchacho delgado que siempre se escondía bajo la capucha? ¿Lo han cambiado por otro?
—Vamos a desayunar.
Me toma de la mano y me guía a través de la estación. Yo no me ubico en absoluto. Me aferro a él como una niña y solo camino. Temo que, si me suelta, me pierda.
—Por cierto, me alegra que el vestido te quedara bien —dice, volviéndose hacia mí.
—Sí… todo me quedó perfecto. Gracias. Quería hablar contigo sobre esos regalos… no creo que…
Demian se detiene frente a una pequeña cafetería.
—Aquí hacen unos sándwiches de jamón y unos pastelitos de chocolate deliciosos. Te van a encantar —abre la puerta para mí—. Invito yo.
Me siento incómoda. Podría pagar sola, mis padres me dieron dinero, pero Demian no me da opción. Él mismo pide el desayuno, él mismo paga. Como si quisiera demostrarme que aquí no tiene que mendigar.
—Tengo tantas preguntas —digo cuando nos sentamos a la mesa—. ¿Dónde vives? ¿Cómo te las arreglas? ¿Por qué no das señales de vida?
—Nos alquilan un piso a mí y a otros chicos —elige la más sencilla de mis preguntas.
—¿Qué chicos? ¿Quién les alquila?
—Los chicos con los que trabajo —bebe un sorbo de café y se lame la espuma de los labios—. Y ahora vas a preguntar dónde trabajo, ¿verdad?
—Exactamente.
—Y no te voy a contestar.
—¿Por qué?
—Porque no necesitas mentiras, y la verdad no te va a gustar. Nadya, llevamos tanto tiempo sin vernos… Te he echado muchísimo de menos. ¿Para qué arruinar nuestro encuentro? Mejor disfrutemos del momento.
—Me preocupo por ti.
—No hace falta. ¿Todavía no te has convencido de que puedo arreglármelas solo? Ha pasado un año y no me morí de hambre, no acabé en la cárcel, no me hundí en el alcohol ni volví con mi madre. Estoy bien.
—Si tú lo dices… —empiezo a comer. Y sí, está riquísimo. Seguro que también es caro. No tengo idea de los precios porque nunca voy a cafeterías, y aquí ni tuve tiempo de mirar el menú.
—Mejor cuéntame de ti. ¿Cómo estás? ¿Sigues siendo la empollona de siempre? —dice lo último con una mueca, como si le hubiera sabido amargo—. ¿No has cambiado de idea sobre Medicina?
—No, sigo firme. Estoy tomando clases particulares de biología y me preparo para los exámenes de ingreso…
—¿Tienes novio? —me interrumpe Demian.
Me pongo roja.
—No.
—Bien —asiente satisfecho—. En nuestro colegio solo hay imbéciles.
—¿Y tú?
—¿Que si soy un imbécil? Tal vez, en cierto modo…
—No hablo de eso. ¿Tienes novia?
—Ah, no… ahora no.
La palabra “ahora” me deja sin suelo bajo los pies. ¿Entonces antes sí? ¿Quién era ella? Empiezo a odiar a esa desconocida sin ni siquiera saber si existió.
—Ya veo —vuelvo a concentrarme en la comida.
Demian, sin apartar la mirada de mí, se recuesta en el asiento.
—Aún no me lo creo… Me dan ganas de tocarte con el dedo para asegurarme de que eres real. He planeado tantas cosas. Quiero que este fin de semana sea el mejor de tu vida.
—¿Por qué precisamente este?
—Vuelves a preguntar.
—Sí, maldita sea. Porque quiero saber más de ti. No necesito viajes, excursiones ni regalos. Te necesito a ti. Estoy cansada de buscar información sobre ti sin éxito, de revisar las noticias en internet temiendo toparme con tu nombre… He soñado con que los servicios sociales te encontraran, porque al menos en un albergue estarías alimentado y seguro.