Este día realmente pretende convertirse en el mejor de mi vida. Demian me ha mostrado tantas cosas interesantes y hermosas que mi miedo a la gran ciudad se ha transformado en un sincero deslumbramiento. Paseamos por parques, fuimos hasta el malecón a ver el desfile de yates, subimos sobre Kiev en la noria panorámica y reímos… tanto, que al final me dolían los labios. No recuerdo haberme sentido nunca tan alegre.
Me olvido de todo en el mundo. De mis padres, de los problemas con mis compañeros de clase, de las tareas sin hacer y de los futuros exámenes. Me disuelvo en el momento, porque de verdad es perfecto… Y estoy convencida de que no se trata de las diversiones. Lo importante es que ahora, por fin, me siento completa. Demian llenó el vacío en mi corazón que me devoraba desde su huida. Él abrió esa herida, y él mismo la curó.
—¿Cansada? —pregunta, entregándome un cucurucho de helado de fresa.
—No —sacudo la cabeza, aunque en realidad apenas arrastro los pies. Veo un banco delante y con las últimas fuerzas apresuro el paso para sentarme antes de que alguien ocupe el sitio.
—Ajá, ya veo lo “no cansada” que estás…
—Sólo necesito un par de minutos —me dejo caer con deleite y me apoyo en el respaldo—. O unas horas…
Demian se sienta a mi lado.
—Yo mismo no recuerdo la última vez que caminé tanto —se tumba en el banco, apoyando la cabeza en mis rodillas.
Me incomoda un poco tanta cercanía, pero intento no mostrarlo. En realidad me gusta que no mantenga la distancia. Se siente como si el año pasado nunca hubiera existido… Estamos juntos otra vez, sólo un poco más mayores.
Le acaricio el cabello, y él cierra los ojos con satisfacción. Me gusta tocarlo. Nos hemos abrazado mucho, casi todo el tiempo de la mano, pero parece insuficiente. Me desbordan sentimientos extraños, que antes no conocía. Es más que amistad, más que un simple enamoramiento… Comprendo que él es mi persona. Esa pieza perdida del rompecabezas sin la cual no se completa el cuadro de mi felicidad.
En mi memoria asoma nuestra despedida, sus últimas palabras, aquel torpe beso infantil… Me duele pensar que aún nos espera otra despedida.
—¿Existe aunque sea una mínima posibilidad de que vuelvas? —no quería decirlo, ni me di cuenta de cómo mis pensamientos escaparon en voz alta.
Demian toma mi mano y la acerca a sus labios, luego la coloca sobre su pecho. Siento cómo late su corazón: como un ave salvaje atrapada en una jaula.
—¿Para qué? Dentro de poco entrarás en la universidad, te mudarás aquí… Podremos estar juntos.
—Suena como un sueño —suspiro.
—¿El sueño de entrar a la universidad o el sueño de estar juntos?
Menos mal que tiene los ojos cerrados y no ve cómo me sonrojo.
—Depende del sentido que le des a la palabra “juntos”.
La respuesta de Demian no se demora ni un instante.
—El sentido de que seas mi novia —bajo la cabeza ante su valentía de no ocultar sus sentimientos.
—Eso es justamente lo que suena como un sueño.
—¿Por qué?
—Temo que vuelvas a desaparecer.
—No desapareceré.
—¿Y qué garantías tengo?
—¿Qué garantías necesitas?
—Por ejemplo, quiero que podamos seguir en contacto… Que al menos a veces me escribas o me llames.
—Creo que ahora eso se puede organizar. Ya nadie me está buscando, así que…
—¿Así que me escribirás?! —no puedo creer mi alegría.
—Sí. Todos los días te desearé dulces sueños.
—No es necesario que lo hagas cada día.
—No, yo quiero hacerlo cada día.
Como la conversación ha llegado a los deseos antes de dormir, cedo y acepto el hecho de que estoy increíblemente cansada. A pesar de todo el entusiasmo de las diversiones, no me vendría mal un poco de silencio y descanso.
—Demian, ¿y dónde voy a dormir?
—En la estación —se encoge de hombros—, si aquí no tienes alojamiento.
Me invade el espanto.
—Pero…
—¡Estoy bromeando! En mi casa, por supuesto. No está lejos de aquí —con los ojos aún cerrados, señala con la mano hacia adelante.
—Entonces, ¿vamos ya?
—¿Y la cena? ¿No quieres entrar en algún restaurante? Por aquí cerca hay cocina italiana y asiática.
Ahora sí que me siento incómoda de verdad. Nunca he estado en un restaurante, ni siquiera sé cómo comportarme allí. No quiero arruinar la impresión de este día tan perfecto mostrando que no sé usar cuchillo y tenedor. Y ni hablemos de los palillos para comida asiática.
—Puedo preparar la cena yo misma —propongo en voz baja.
—¿Para qué?
—Para agradecerte, al menos un poco, por todo esto…
—No quiero que te encierres en la cocina.
—Me gusta cocinar. Por favor, ¿sí? Apuesto a que hace tiempo que no comes casero.
—Yo no comía comida casera ni siquiera cuando vivía en casa —Demian ríe—. Bueno, está bien, si tanto lo deseas. Primero pasamos por el supermercado y luego vamos al piso.
—¡Trato hecho!