Demian
Antes mi vida era una oscuridad absoluta. Sentía que me había perdido en una tiniebla impenetrable y que nunca lograría encontrar la salida hacia la luz. ¿Ha cambiado algo en un año? Sin duda. Ahora ya no le temo a la oscuridad, porque se ha convertido en parte de mí.
Dudé mucho si debía invitar a Nadia a Kiev; pensaba que semejante paso era el colmo del egoísmo. No estaba seguro de que ella todavía me necesitara, pero yo… yo la necesitaba con una desesperación terrible. ¿Suena ridículo? Aferrarse tanto a un amor de la infancia… ¿Y qué podía hacer? No conseguía sacarla de mi cabeza. Justificaba mi manera de ganarme la vida diciéndome que no solo intentaba asegurarme el sustento, sino también ahorrar para su futuro. Yo ayudaría a Nadia incluso si apareciera otro chico en su vida, incluso si me olvidara.
Pero no me olvidó.
Cuando me vio, sus ojos brillaban. Y era justamente ese calor, esa luz, lo que yo anhelaba. Lo juro: nadie tiene tanto poder sobre mí como esa muchacha. Pasen un mes, un año o incluso diez… da igual. Yo seguiré volando hacia el rayo de su luz como una maldita polilla.
—Demian… —su voz me llega entre sueños.
Me da miedo abrir los ojos y empezar un nuevo día, porque hoy se irá… Ojalá tuviera una máquina del tiempo para retroceder siempre y vivir solo ayer, una y otra vez. Ayer fue el mejor día de los últimos… Bueno, me atrevo a decirlo: el mejor de toda mi vida.
—¡Demian! —me empuja con fuerza en el hombro.
Me incorporo de golpe.
—¿Qué? —miro a Nadia, y mis labios se curvan en una sonrisa involuntaria.
Es tan hermosa… No necesita maquillaje, ni un corte de pelo moderno, ni joyas. Ni siquiera lavada, con el cabello trenzado en una simple coleta y vistiendo mi vieja camiseta… Nadia parece un ángel caído del cielo.
Caído del cielo y que sostiene mi móvil en las manos.
La sonrisa desaparece de mi cara.
—¿Me lo explicas? —dice, girando la pantalla hacia mí.
No quiero mirar. Ya sé lo que hay allí. Me levanto de la cama y empiezo a vestirme. Mis brazos y mis piernas se sienten de algodón. El estómago se me revuelve de la ansiedad.
—¿Por qué cogiste mi teléfono? —para defenderse, hay que atacar—. ¿No sabes que es algo personal…?
—Solo quería hacerte unas fotos de recuerdo… Y al borrar una que no salió bien, entré en la galería y vi… —respira hondo—. ¡Dios mío! ¿Por qué me estoy justificando yo, si eres tú quien debería hacerlo? ¡Dime de una vez a qué te dedicas! ¿Por qué hay tantas fotos de gente destrozada?
—No están destrozados —me apresuro a decir—. Solo… golpeados.
Nadia suelta el teléfono y se aparta hacia la pared, como si de pronto temiera por su seguridad.
—Está bien… —suspiro—. Querías saber en qué trabajo, ¿no? Pues ya lo sabes. Esas fotos son la prueba de que cumplí una misión. Se las envío a mi jefe y él me paga. Paga bien.
—¿Ganas dinero golpeando a la gente? ¿Todos ustedes ganan así? ¿Sois… una banda?
—Bueno… en cierto modo —asiento—. No solo peleamos. Muchas veces nos encargan otras cosas. Vigilar a alguien, intimidar, conseguir algo… En resumen, nos ocupamos de que los clientes no se ensucien las manos.
Las lágrimas ruedan por sus mejillas. No… lo único que no quiero es verla llorar. No conmigo.
—¿Por qué, Demian? —su voz está llena de decepción—. ¿Por qué aceptaste algo así? ¿De verdad no había otro trabajo?
—Dime tú qué trabajo puede tener un menor buscado por la policía, que le permita alquilar un piso y mantenerse con comida y todo lo necesario.
—¡Mejor pedir limosna que meterse en el crimen! El dinero no vale tanto. No lo es todo.
—Lo dice la persona que por pobreza se avergüenza de su propia madre. Cuando debería estar orgullosa de ella.
—Yo no me avergüenzo…
—¡No me mientas a mí!
—Tu dinero está manchado de sangre —me da la espalda. Se quita mi camiseta y se pone su ropa de casa. El vestido que yo le regalé lo deja adrede sobre el sofá—. Tienes que dejarlo y volver a casa. Iremos al colegio, hablaremos con el director, y él…
—No.
—Entonces iremos a mis padres. En la iglesia…
—¡Basta! No voy a cambiar mi vida, porque me gusta tal como es.
—¡Pero a mí no me gusta! Por favor —me tiende la mano—. Tienes que salvarte. Ven conmigo… Aquí no tienes nada por lo que quedarte.
—¿Y allí?
—Allí estaré yo.
—¡Pronto también estarás aquí! Lo habíamos acordado…
—Ese acuerdo fue antes de enterarme de que te convertiste en un delincuente.
—¡No me llames así!
—Está bien —agarra su mochila—. No lo haré. Pero tampoco voy a seguir a tu lado mientras destruyes tu vida y la de otros.
—La tuya no la destruiré, eso lo prometo. No será para siempre, solo necesito ahorrar lo suficiente para ponerme en pie…
—Para entonces ya estarás tan metido que no podrás salir —Nadia se dirige a la puerta, pero al pasar junto a mí se detiene—. Te lo ruego… deja esto.
—No puedo.
—¿Ni siquiera por mí?
Su última pregunta me clava un cuchillo en el corazón. ¿Acaso no entiende que no es tan simple? No depende solo de mi voluntad.
—Nadia, yo nunca voy a renunciar a ti —murmuro.
—Pero tampoco a tu trabajo —suspira ella—. Yo no puedo vivir así. Lo siento. Estoy dispuesta a apoyarte en todo, lo sabes. Pero esto… esto es demasiado para mí.
Sale al pasillo y junto al vecino se mete en el ascensor.
—¡Nadia! ¡NADIA! —grito, corriendo tras ella. Bajo por las escaleras con la esperanza de alcanzarla, pero unos pisos más abajo me detengo. Es inútil. Ninguna súplica la hará cambiar de opinión.
Ella es demasiado buena para mí.
Siempre lo fue.
Quizás, en realidad, lo mejor para ella sea mantener la distancia conmigo.