Hace 9 años
Demian
Mamá murió de una sobredosis. Era previsible, pero no por eso menos doloroso. Lo peor es cuando empiezo a analizar el pasado y llego a la conclusión de que yo también tengo parte de culpa en su muerte prematura. Si no me hubiera ido… Si no la hubiera dejado…
Ahora, de pie en el cementerio, rodeado de vecinos indiferentes, entiendo que fui cruel. Al salvarme a mí mismo, solo la empujé hacia la perdición.
—Perdóname —murmuro, dejando las rosas en el ataúd—. Lo siento mucho.
El funeral transcurre en silencio. Nadie llora. Nadie la echará de menos. Agradezco a los vecinos al menos que disimulen la alegría. Al fin y al cabo, por fin se libran de una molestia. Cuando los primeros terrones de tierra caen sobre la tapa del ataúd, todos se van marchando poco a poco. Solo queda una persona. Su mirada me quema la piel en la espalda. Ni siquiera necesito darme la vuelta para saber quién es.
—No pensé que nuestro siguiente encuentro sería en un cementerio —digo, observando a los sepultureros. Quisiera arrebatarles la pala y cubrir la tumba de mi madre yo mismo. Me parece que lo hacen con desprecio. Claro que es solo una sugestión, pero no puedo evitar sentirlo.
—Yo tampoco pensaba que esta reunión llegaría a ocurrir.
La voz de Nadia corta como una cuchilla.
—¿Cómo estás? —me esfuerzo por no mirarla—. Escuché que entraste en la universidad.
—Entré.
—¿Y por qué no estás allí ahora? Que yo sepa, las clases están en pleno apogeo, y tú no eres de las que se saltan.
—La gente cambia.
—Tú no.
Los sepultureros acomodan las coronas sobre la tumba, reciben el pago y, murmurando palabras de pésame, se marchan. Solo quedamos Nadia y yo. Ella se acerca más. Qué extraño… ha pasado tanto tiempo, y aún siento el aroma de su champú. Aunque tal vez solo sean recuerdos escapando de mi subconsciente. Soñaba con volver a olerlo. Soñaba con dormir una vez más con la cara enterrada en su cabello.
Me avergüenza pensar en eso en un funeral. Pero no puedo evitarlo. La presencia de Nadia liberó todo lo que llevaba casi dos años reprimiendo con tanto esfuerzo.
Nadia me toma de la mano y la aprieta.
—Estoy segura de que ella te quería —asiente hacia la tumba—. Y sabía que tú la querías.
Nos quedamos así unos minutos, y solo entonces me atrevo a mirarla. Nadia ha cambiado. Se cortó el pelo, lo tiñó de oscuro. Ahora lleva tacones, se maquilla los ojos de negro y usa un pintalabios del mismo tono que el pañuelo burdeos enredado en su cuello. Involuntariamente la comparo con mi novia. Quiero convencerme de que Nadia no está a su altura… pero mentirme es inútil.
Ella siempre fue y siempre será mejor que las demás.
—¿Quieres un café? —propongo, con la esperanza de alargar nuestra conversación. Llamar a su puerta es mi forma personal de masoquismo. Después de nuestro último encuentro, pasé medio año escribiéndole y llamándola, pero nunca respondió. Ahora que me siento fatal, intento otra vez mantenerla a mi lado. Aunque sea por un rato.
Y hoy no puede decir que no. Gracias, mamá.
—De acuerdo.
Salimos del cementerio. Aprieto el mando de la llave, desactivando la alarma del coche. Nadia levanta las cejas sorprendida.
—Veo que no te va nada mal… —cada palabra suya está impregnada de reproche—. Un coche así a los dieciocho. Antes solo podías soñar con algo parecido.
—Es solo un medio de transporte —resto importancia, abriéndole la puerta—. Es más cómodo así.
Ella duda un instante, pero finalmente se sienta dentro. Yo disimulo una sonrisa.
—Supongo que será mejor que no te pregunte en qué trabajas, ¿verdad? —dice mientras se abrocha el cinturón.
—Lo cambié, si eso te tranquiliza.
—¿Por algo legal?
Ignoro la pregunta. De todos modos, la respuesta no le gustaría.
—Mejor cuéntame de ti. ¿Cómo va la vida de estudiante? —cambio el tema a uno neutral.
—Me gustaba.
—¿En pasado? ¿Ya no te gusta? ¿O te expulsaron?
—Estoy tramitando una excedencia académica.
—¿Para qué?
—Hay motivos.
—¿Son secretos?
Ella gira la cara hacia la ventana. Estoy demasiado pendiente de la carretera y no me doy cuenta enseguida de que tiene lágrimas en los ojos. Nadia parpadea rápido, tratando de ocultarlo.
—Si tienes problemas, siempre puedes venir a mí —digo, dándole un codazo.
—¿Y qué harías tú?
—Darte dinero. No hay problemas que no se puedan resolver con dinero.
—El mío no lo resolverá el dinero —asegura.
Al fin empiezo a entender de qué se trata.
—Te rompieron el corazón —digo, burlón—. ¿Quién es ese imbécil? Puedo destruirlo si eso te haría sentir mejor.
—No hace falta.
—Pero tampoco tienes que dejar los estudios. Es tan… poco propio de ti. ¡Renunciar a tu sueño por un chico!
—No es por él. No entiendes.
—Pues explícame, por favor.
Nadia respira hondo.
—Estoy embarazada. Y con un bebé no me dejarán entrar a clase.