Nuestros días.
Demian
Con asco aparto con el pie una caja de trastos y la agente inmobiliaria pasa a la siguiente habitación. Alguna vez este chiquero fue nuestra cocina. Parece que desde entonces hubiera pasado toda una vida…
—No hay radiadores, las paredes están cubiertas de moho, la ventana está rota —enumera mientras mira a su alrededor—. Me temo que la única posibilidad de vender este piso sería anunciarlo usando su nombre. Quizás alguno de sus admiradores quiera invertir un dineral en la reforma y venirse a vivir aquí.
—No. Procure no usar mi apellido públicamente. Solo hable del propietario a alguien que de verdad esté interesado en comprar. El precio no me importa, haga un buen descuento. Solo quiero librarme de esta carga.
Doy unos pasos. Bajo la suela cruje el cristal: restos de una lámpara destrozada. Me cuesta incluso imaginar lo que ocurrió aquí después de la muerte de mamá. La policía dijo que durante un tiempo vivió mi padrastro… Supongo que, cuando lo desalojaron, ya había perdido del todo la cabeza. Veo el sillón donde solía dormir. Está quemado en varios sitios por las colillas. Paso los dedos por la tela chamuscada y los recuerdos, como un humo tóxico, se cuelan en mi conciencia. Gritos, llanto, miedo, la sensación de soledad y sin salida. Odio estas paredes: aquí vuelvo a sentirme el niño pequeño que quería esconderse tras el sillón mientras los adultos se amenazaban de muerte.
—Entonces habrá que contratar obreros, que lo dejen todo en condiciones —continúa la agente—. Lo vaciamos hasta las paredes y lo presentamos como inmueble listo para reformar.
—Bien. Usted sabrá.
—¿Quizás quiera llevarse algo de valor?
Me río. ¿De qué objetos de valor puede hablar, si mis parientes incluso llegaron a vender los radiadores?
—Que los obreros quemen todo lo que encuentren. Asegúrese de ello.
—Como diga —asiente la mujer.
No queremos quedarnos en este piso más de la cuenta, así que en cuanto se presenta la ocasión salimos al rellano. Enseguida me pongo las gafas de sol y el sombrero. Quiero permanecer de incógnito el mayor tiempo posible.
—Una cosa más… me lo guardé para el final… —la agente saca de su bolso una libreta nueva, aún envuelta en plástico—. ¿Podría dejar una dedicatoria para mi hija? No se preocupe, se la daré como regalo de cumpleaños, y eso será dentro de tres semanas. Para entonces ya todo el mundo sabrá que ha vuelto a la ciudad.
Le quita el envoltorio a la libreta y, apretándola entre las manos, me mira casi suplicante. Ya debería estar acostumbrado a estas cosas, y aun así sigo sin entender por qué la gente está dispuesta a hacer cola o casi inclinarse solo por un autógrafo. Como si yo estuviera hecho de otra carne.
—Claro —saco un bolígrafo—. ¿Cómo se llama su hija?
—Karina.
Escribo un par de frases estándar, dirigidas a Karina, y hasta ese pequeño gesto hace que la mujer se emocione. Qué decepción… al principio me había parecido bastante sensata y profesional.
—Avíseme si necesita algo más —le devuelvo la libreta.
—De acuerdo.
Ella sale primero. Yo espero unos minutos y luego bajo también a la calle. Miro alrededor, por costumbre, para asegurarme de que no me acechan los periodistas. Limpio.
Entro en la tienda de la esquina. Da gusto ver que el negocio de don Mykhailo no se vino abajo. Ya no es aquella tienducha cutre, sino un supermercado en toda regla. Lo distingo junto a una estantería, pero no me acerco. Solo noto que, en estos años, ha perdido lo poco de pelo que le quedaba y ha engordado algunos kilos. Voy a la máquina de café y compro un americano. En realidad odio el café, pero llevo casi un día sin dormir y necesito aunque sea un poco de energía.
Ya en el coche, me permito quitarme las gafas. Doy un sorbo: asqueroso, como todo en esta ciudad. Saco el teléfono.
Cómo no, una llamada perdida de Ania. Me habría sorprendido lo contrario. Aprieto el botón de devolver llamada y espero a que suene su voz eternamente descontenta.
—¡Se suponía que teníamos que viajar en el mismo autobús! —ruge en lugar de saludar—. ¿Para qué te largaste tan pronto? ¿No podías esperar un par de días?
—Hola también.
—Ha sido una irresponsabilidad, Demian. Tenemos que mantenernos juntos, ya lo sabes.
—No, no sabía que el compromiso significaba convertirnos en siameses. ¿No basta con darnos la mano delante de las cámaras?
—No basta. ¿Leíste el nuevo contrato? En el mío, por ejemplo, dice que ni siquiera puedo quitarme el anillo durante una grabación.
Doy otro sorbo de café.
—Entonces deberías darme las gracias por haberte elegido el anillo más bonito. Tiene un diamante del tamaño de un guisante, bien puedes presumir de él.
—Gracias —aunque no la veo, sé que ahora mismo está poniendo los ojos en blanco—. Solo quiero decirte… Ten cuidado. No hagas tonterías, al menos hasta que yo llegue.
—Está bien. No seas tan plasta —suelto un suspiro—. Ya tengo bastante con las broncas en el set.
—Idiota.
—Te amo, amor de mi vida.
—Ajá.
Cuelga.
Seguro que ya se ha quejado a la dirección. Me da igual. Que vengan y me den una paliza por desobediente.