Encuentro el edificio enseguida. Un bloque viejo y destartalado, cuyas ventanas dan a la abandonada fábrica de azúcar. Con los chicos solíamos vagar por allí cuando yo me escapaba de clase. Es un barrio malo, deprimente y casi desierto. En verano, como ahora, la vegetación de los árboles disimula un poco la fealdad, pero en cuanto caigan las hojas se volverá verdaderamente siniestro.
Me cuelo en el portal y subo por las escaleras, porque el ascensor no funciona, hasta el quinto piso. La puerta del apartamento noventa y ocho llama la atención al instante: es la única que se ve tan miserable que dan ganas de salir corriendo a una ferretería y encargar otra. ¿A quién se le ocurrió aislarla forrándola con un trozo de linóleo? Parece sacada de una chabola improvisada.
Ya no quiero hablar tanto con Nadya como con su marido. ¿Qué es esto? Que me diga dónde están los malditos dinero de la casa. ¿Y dónde fueron a parar los demás envíos que le hice? Pero con él me las veré aparte, sin testigos.
Sin lograr controlar el temblor de mis manos, aprieto el timbre. Una vez, y oigo pasos detrás de la puerta. Dos veces. Podría jurar que alguien me observa por la mirilla, pero no abre. Pulso una tercera vez.
No pienso irme sin ver al menos a alguien de esta familia.
Tras poner a prueba mi paciencia, Nadya finalmente sale al rellano. Cierra la puerta de golpe, impidiéndome siquiera echar un vistazo dentro.
—No deberías haber venido —dice, retorciendo nerviosa el borde de su camiseta. Siempre hace eso cuando está inquieta. Es un gesto que conserva desde la escuela.
—Me dijeron que te encontrabas mal.
—¿Y qué?
—Quería comprobar si estabas mejor.
—Sí, lo estoy.
—Bien… —no puedo soportar tanta frialdad. No me lo creo—. Entonces, ¿hablamos?
—¿De qué?
Dios, ¿cómo que de qué? ¡Tengo un millón de temas!
Pero empiezo por lo sencillo.
—Marko quería una prueba de que nos conocemos. Traje algo… —saco del bolsillo el encendedor de Górovoy, en torno al cual giró la trama de toda la temporada pasada. En una subasta se pagaría un buen dinero por él—. Un pequeño regalo.
Ella lo mira, luego me mira a los ojos, como si no pudiera creer que este maldito mundo nos haya vuelto a juntar.
—No te acerques a mi hijo —dice, separando bien cada palabra—. Es un buen niño y no quiero que lo estropees.
—¿Así es como piensas de mí?
—No finjas sorpresa.
Respiro hondo. Duele. Es como si me hubiera golpeado, aunque no me haya tocado.
—Han pasado nueve años y todavía estás resentida… ¿Sabes lo que significa eso?
—Sorpréndeme.
—Que sientes algo por mí. Puede que ahora sea odio, pero sigue siendo mejor que la indiferencia que fingías esta mañana.
—Tonterías.
—…y lo quieras o no, estoy aquí de nuevo. Estoy cerca, y no pienso irme en un buen tiempo. Acéptalo.
Cierra los ojos, como esperando que al abrirlos ya no me vea.
—De acuerdo, haré lo posible para que aprendamos a convivir en la misma ciudad. Pero no esperes que recuperemos la amistad. Eso no ocurrirá.
No puedo contener una sonrisa. Pase lo que pase, aunque su patético marido viniera ahora mismo a romperme la cara, debo decirlo:
—La amistad nunca me interesó.
Ella agarra el picaporte, dispuesta a volver al piso, pero en el último momento se detiene.
—¡Tú desapareciste! No estuviste todos estos años —exclama de pronto, girándose hacia mí—. ¡Y yo te necesitaba tanto! Intenté encontrarte, llamaba sin parar, pero ninguno de los números contestaba. Y ahora, cuando por fin soy capaz de arreglármelas sola, apareces de nuevo en mi puerta como si nada hubiera pasado.
La sujeto por los hombros y la obligo a mirarme.
—¿Por qué me buscabas?
—Porque me costaba tanto… No tienes idea del infierno que tuve que atravesar.
—Pero… Illya me aseguró que todo iba bien.
—¿Illya? ¿Cómo…?
—Le exigía informes. Lo obligaba a hacerlo para saber que estabas bien. Y en las fotos que me mandaba parecías completamente feliz.
—La primera vez que me sentí feliz fue cuando en el juzgado me dieron el divorcio.
—¿Divorcio? —siento cómo desde lo más hondo de mí brota la emoción que había estado reprimiendo todos estos años—. ¿Divorcio?
—Sí.
—¿Están divorciados? —repito como un idiota—. Divorciados.
—Igual a ti no te imp…
No llega a terminar. Su última palabra se pierde en mis labios. La beso. La beso con la desesperación de un sediento que encuentra el primer sorbo de agua tras vagar eternamente por el desierto.
Y solo entonces vuelvo a sentirme vivo.
Por fin estoy vivo.