Su voz… oír su voz me daba paz y tranquilidad, era ese tipo de voz que cuando la escuchabas sabías que provenía de una persona amable, considerada y atenta, era aquella voz que te decía que todo iba a estar bien, te recordaba que no estabas sola, que alguien iba a estar contigo, a tu lado, protegiéndote de cualquier malversación.
Mirándolo, en lo que se supone era un momento feliz, siento un nudo en la garganta y mis ojos comienzan a llenarse de lágrimas.
Sabía que había encontrado, por primera vez en mi vida, a alguien que estaba conmigo por ser quién era, que era incapaz de juzgarme, y que sobre todo, se esforzaba por entender todo lo que había pasado.
No supe a quién agradecer por tener la dicha de haberlo conocido; si a Dios, al universo, al destino o al tiempo. Simplemente agradecí en silencio.
Entonces, sin poder aguantar más, sollocé… sollocé por quererle de manera diferente. Me había enamorado de esas pequeñas peculiaridades de él: de sus ojos, por la forma en que me miraba; de sus cejas, por la manera en que las enarcaba cada vez que decía algo incoherente; de sus labios, por la manera en que me sonreía aún a la distancia; de su risa, por la forma tan divertida en que lo hacía; de su piel, que cada vez que rozaba con la mía, me hacía estremecer; de su forma de pensar, tan clara e inteligente, que me hacía admirarlo cada día más como persona y como médico.
Me había enamorado de todas y cada una de sus peculiaridades que lo hacían ser él. Lo mejor de todo fue darme cuenta, en este preciso instante, que los sentimientos que tenía por él eran perfecta y verdaderamente correspondidos.
Él también me quería en la forma en que yo lo hacía y no había vuelta atrás.