Siempre se trató de mí

CAPÍTULO 4

Después de casi veinte minutos la lluvia se ha ido atenuando. He tomado un camión que, según una señora, me llevará a una papelería que está situada más adelante, la verdad es que ya no aguantaba los tacones, creía que sí iba a poder, pero no es así, mis pies están helados y ahora me duelen.

Las personas con abrigos caminan por las calles con tranquilidad, los puestos de comida poco a poco se van asentando en las aceras, y más aquéllos que sirven comida cálida, claro está que cualquier alimento caliente es perfecto en un clima frío y ventoso.

Cuando llego a la papelería veo mucha gente e inmediatamente me empiezo a agobiar, mañana empieza el ciclo escolar para la mayoría, y como de costumbre, muchos empiezan a hacer sus compras a última ahora, incluyéndome. Me duele la cabeza y estoy estornudando desde hace diez minutos; esto sin duda no va nada bien.

Me acerco a uno de los empleados y pido todo, o casi todo, lo necesario para empezar con toda la “actitud” mi último año de carrera. La gente va de un lado a otro enloquecida, unos pidiendo lo que quieren y otros más reclamando que eso no es lo que pidieron. Cuando me acerco a tomar mi turno de entrega de mercancía, me doy cuenta de que soy la número 21, observo la pequeña pantalla situada en las columnas de la tienda y veo el número 10. Pongo los ojos en blanco.

«Agh, no puede ser.»

Las personas se me quedan viendo e inmediatamente me doy cuenta de que mi aspecto no es nada agradable, traigo puesto el vestido que ahora está arrugado y un poco húmedo. Obviamente nadie en su sano juicio dice: “está lloviendo, perfecto saldré a la calle con vestido y tacones”, pero no me importa, no me importa nada en este maldito instante. Necesito llegar a mi casa lo más pronto posible.

Al cabo de unos agonizantes 20 minutos recojo por fin la mercancía y me dirijo de nuevo a la parada de autobús, pregunto a unas cuantas personas cercanas por la ruta que puede dejarme en mi casa, ellos amablemente me dicen que estoy en la parada exacta. La verdad me da miedo tomar el autobús en estas condiciones y más viendo que ya está oscureciendo, lo mejor hubiera sido llamarle a mi madre, pero no quiero que se preocupe o que me regañe por salir a lugares desconocidos, y definitivamente ya no quiero discutir con ella. 

Me subo y en un abrir y cerrar de ojos, todos los asientos están llenos. Por suerte alcanzo uno hasta atrás a lado de una viejita, unas cuantas personas deciden ir paradas y otras más optan por bajarse.

Estoy atenta a las calles y casas por las cuales el autobús va transitando.

«Si este no es el camino para mi casa me voy a morir.»

Las manos me sudan y todo el cuerpo me tiembla de frío.

Cuando por fin veo la fachada de mi casa me levanto entre toda la gente que va parada, me acerco como puedo a la puerta de atrás y presiono el botón para indicar que alguien va a descender, pero el conductor no abre la puerta. Toco de nuevo y nada.

—¡Bajan! —exclamo un poco temerosa al ver que cada vez se aleja más—. ¡Bajan!

—¡Toca el timbre! —grita el conductor desde el frente.

—¡Ya lo toqué! —Vuelvo a tocar desesperada una y otra vez el botón.

Me dan ganas de ir y darle una bofetada al chofer, pero mis pies cada vez están inmóviles por el frío, me duele la cabeza y sigo estornudando. Al ver que aún no abre la puerta, se me hace un nudo en la garganta y mis ojos se empiezan a llenar de lágrimas; nadie de todos los presentes dice o hace algo. Por un minuto pasa la idea en mi cabeza de quitarme los tacones y saltar pase lo que pase, no tengo opción. Sin embargo, una persona de en medio de la gente se para de su asiento y vocifera haciendo que casi me de un paro cardiaco. Estoy muy nerviosa.

—¡ESTÁN TOCANDO EL TIMBRE PARA BAJAR!, ¿NO OYES O QUÉ IDIOTA?

Un chico alto con lentes y gorra le grita al chofer para que me deje bajar. Cuando el autobús por fin se detiene y abre la puerta, el chico voltea a verme y me dedica una sonrisa, le devuelvo el gesto y con mis labios musito dándole las gracias. Al terminar de bajar los escalones un señor que iba parado me sigue con la mirada.

—¡Adiós mamacita!  —dice mientras el autobús arranca otra vez.

—¡Imbécil! —Logro responder y después de tanto, por fin rompo en llanto.

Este día no puede ir peor, es triste lo que miles de mujeres viven a diario, estamos jodidos como sociedad. Camino unos metros, que son los que se ha pasado el autobús, busco las llaves de la casa entre mi chamarra y antes de abrir me limpio el rostro con mi manga y me quito los tacones. Al entrar veo la luz prendida de la cocina, supongo que mi madre está ahí, me dirijo lentamente a la escalera sin hacer ruido, pero cuando estoy a punto de subir el primer escalón oigo su voz. Se asoma y atraviesa la sala, sorprendiendose al verme así.

—¿Dónde te fuiste a meter? ¡Mira como vienes!

Trato de no explotar en llanto y agresividad, me muerdo la lengua y evito cualquier comentario peligroso.

—¡No te quedes ahí parada como si no te estuviera hablando!

—Mamá... —mi voz apenas y se escucha—. Fui a una entrevista de trabajo, no tienes por qué molestarte porque ya te lo había dicho.




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