El aire de Buenos Aires siempre parecía más pesado en las noches de guardia, cargado de una humedad que se pegaba a la piel como un mal recuerdo. Para Serenity, la medicina nunca fue una cuestión de estatus o de uniformes impecables; fue una deuda de sangre que comenzó años atrás, en una callejada mal iluminada de su barrio natal.
Todavía podía sentir el frío de la piel de Julieta. Su mejor amiga, la que compartía con ella los sueños de escapar del destino trazado por la pobreza, se le había escurrido entre los dedos. Aquella noche, mientras el sonido de la ambulancia parecía viajar a una velocidad eterna, Serenity comprendió la crueldad de la impotencia. No supo qué hacer. No supo dónde presionar. No supo cómo robarle un minuto más al destino. Julieta murió en sus brazos, y con ella, murió la Serenity que creía en la justicia del mundo.
Esa tragedia la arrojó a las aulas de la facultad con una voracidad casi violenta. No estudiaba para aprender: estudiaba para que nadie más tuviera que morir frente a ella por culpa de su ignorancia. Mientras otros estudiantes salían a las peñas o se quejaban de la carga horaria, Serenity vivía entre libros de farmacología y turnos de medio tiempo en una cafetería del centro para costearse los apuntes. Sus ojeras eran medallas de guerra; su pulso, de acero.
Pronto, el nombre de esa chica argentina empezó a resonar con fuerza. Era la mejor. La más rápida en los procedimientos, la más aguda en el triaje, la que no flaqueaba ante la sangre. Pero la cima de la pirámide académica era pequeña, y ella no estaba sola allí arriba.
Ahí estaba él: Dekard.
Dekard era el polo opuesto y, a la vez, su reflejo más oscuro. Si Serenity era el fuego nacido de la pérdida. Dekard era el hielo de la perfección heredada.
Para él, ser el mejor era una obligación biológica, una extensión de su apellido. En los pasillos de la universidad, los demás estudiantes los miraban con una mezcla de envidia y adoración. Todos querían estar cerca de ellos, ser sus amigos, obtener las migajas de sus privilegios y los honores que venían asociados a ser los protegidos de los decanos.
Pero entre ellos dos, no había amistad. Había una guerra de trincheras.
Cada clase era un campo de batalla. Si Serenity respondía una pregunta sobre anatomía con precisión quirúrgica, Dekard la superaba con un comentario cínico y una corrección técnica que hacía que los dientes de ella chirriaran. Se odiaban porque ambos sabían que el otro era el único obstáculo real para la gloria absoluta.
Serenity lo despreciaba por su arrogancia de sangre azul; Dekard la detestaba por esa pasión cruda y desesperada que parecía quemar todo a su paso. No obstante, en las noches más largas, cuando las luces de la facultad parpadeaban y el silencio se volvía denso, ambos sabían que nadie más entendía el peso de la excelencia como ellos.
Serenity había jurado salvar vidas para redimirse del pasado. Lo que no sabía era que el hombre al que más odiaba sería el único capaz de poner a prueba si su corazón todavía latía por algo más que por el deber.
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Editado: 28.12.2025