Silencio Celestial

Prólogo - El Eco de la Eternidad

En el principio no hubo luz. Tampoco oscuridad. Sólo un inmenso silencio suspendido en la nada absoluta.

De ese vacío, surgió un mundo colosal, solitario, flotando en la vastedad sin tiempo. Allí comenzaron a aparecer seres -formas conscientes que no conocían el dolor, ni la muerte, ni la necesidad. No hablaban, no reían, no sentían. Existían simplemente porque sí. Eternos.

Aquel mundo, llamado por nadie y conocido por nadie, fue hogar de estos seres que luego serían llamados dioses.

Por milenios no se preguntaron nada. Sin emociones, no tenían por qué. Pero algo vibraba en su interior, como una chispa dormida. Un don latente que nadie comprendía. Y fue solo cuando la primera duda brotó, cuando uno de ellos, mirando al firmamento eterno, preguntó:
"¿Por qué estoy aquí?"

Entonces, como si el mundo lo escuchara, el lago a sus pies se alzó, envolviéndolo con delicadeza. En ese instante, el don despertó: aquel ser se volvió uno con el agua, y el agua le obedecía.

Esa chispa se propagó. Con cada pregunta nacía una emoción: la curiosidad se volvió poder. El asombro, control. El miedo, dominio. Y así, lentamente, las emociones tomaron forma. Los dioses desarrollaron personalidades, deseos, sueños. Y con ello, sus verdaderos poderes.

Formaron una civilización sin carencias. Palacios flotantes, mares que brillaban como estrellas, criaturas moldeadas por voluntad. Tenían todo. Pero el avance se detuvo, porque en la perfección no había necesidad de cambio.

Hasta que uno entre ellos alzó la voz, afligido:
"¿De qué sirve tenerlo todo si me siento vacío?"

Fue el primero en sentir la insatisfacción. Pronto otros comenzaron a buscar más. Más poder, más dominio, más propósito. Así nació la codicia. La envidia. La arrogancia. Lo que antes era un mundo armónico, se dividió en dos bandos.

Uno deseaba preservar la paz, convencido de que el equilibrio debía mantenerse. El otro buscaba romper el límite, ir más allá, aun si eso implicaba destruir lo que existía.

Lejos de todo, vivían dos de los más débiles: Vellion, quien no mostraba poder alguno, y Leila, la que dominaba las brisas suaves. Mientras el mundo se sumía en conflicto, ellos se mantenían alejados, ajenos a la guerra que envolvía a los dioses.

Pero el conflicto escaló. Y entre todos, uno se elevó por encima del resto: Khar'Zhul, el autoproclamado dios de la destrucción, alimentado por la ruina. Cuanto más caos, más fuerte se volvía. Blandía a su inseparable Karr-Thal, un mandoble colosal forjado en el núcleo de un volcán extinto, alimentado por el dolor de mundos muertos.

Durante una de tantas batallas interminables, un rasguño cruzó su mejilla por primera vez en eras. No sangró, pero fue suficiente para enfurecerlo.

En un estallido de rabia, Khar'Zhul se lanzó sobre su atacante, decapitándolo sin vacilación.

El mundo se detuvo.

Había muerto. Uno de ellos, por fin, había muerto.

La muerte, que se creía imposible, se había hecho real. Y entonces, la guerra verdadera comenzó. Ambos bandos se lanzaron con furia desenfrenada. El cielo ardía, los mares se partían, la tierra lloraba.

En medio del caos, Khar'Zhul encontró a Leila y Vellion escondidos. Desde hacía eras, el dios de la destrucción obsesionado con Leila, no soportaba que ella eligiera al ser más débil en lugar de rendirse ante su poder.

Sin mediar palabra, arremetió. Karr-Thal rasgó el aire y atravesó el vientre de Leila.

Los ojos de Vellion se abrieron de par en par. No gritó. Solo cayó de rodillas, y con ella entre sus brazos, esperó.

Esperó minutos. Horas. Años. Pero ella no despertó.

Lloró por primera vez. Y en su llanto, algo cambió.

Pequeños campos de batalla lo recibieron como un espectador invisible. Nadie lo veía como una amenaza. Pero en uno de ellos, un dios lo atacó para apartarlo como a una molestia.

Vellion lo esquivó sin pensar, y respondió con una patada que lo lanzó contra una montaña.

Otro lo desafió. Esta vez, Vellion movió su mano y el aire se detuvo. Lo inmovilizó y lo dejó inconsciente.

Y así, lentamente, fue entrando en cada guerra, sin ser invitado. Y en cada una, se volvía más fuerte.

Un día, envolvió sus manos en su aura oscura, y de esta nacieron dos espadas negras.
Vendadas. Ensangrentadas. Sedientas.
Sus ojos eran vacíos. Su paso, silencioso. Su poder, creciente.

El dios de la muerte se había despertado.

Y ningún dios supo cuándo se convirtió en una amenaza real.

Miles de años después, ambos bandos, agotados, unieron fuerzas. Todos se reunieron en el campo de batalla final. Y allí, entre ellos, apareció Vellion.

Sus pasos resonaban como martillos sobre piedra.

Frente a él, Khar'Zhul sonrió con arrogancia.

-Así que aquí estás. El insecto que aprendió a matar.

Las espadas negras de Vellion chocaron con Karr-Thal. Un estruendo cruzó el cielo. El mundo se quebró. Montañas se partieron, océanos se evaporaron.

Y entonces... el silencio.

Una voz antigua, invisible, narró al universo:

"Del choque de poderes, la muerte y la destrucción se mezclaron con la voluntad y la vida.
Fragmentos de divinidad se esparcieron en el vacío, y allí, sin quererlo... nació la vida.
Lo que alguna vez fue eterno y perfecto, dio origen a lo imperfecto y mortal.
Y así, el ciclo comenzó."

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Registro Arcano I - El Primer Despertar

Nombre: Naryon, el Susurro de las Aguas

Epíteto antiguo: El Que Preguntó Primero

Edad estimada: Desconocida (anterior al despertar de las emociones)

Apariencia: Cuerpo esbelto de tono celeste cristalino, sin rasgos faciales definidos. Su forma fluye constantemente, como si estuviera hecho de agua viva. Sus ojos son remolinos oscuros y profundos, y de su espalda se extienden dos filamentos líquidos que flotan como serpientes acuáticas.




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