Nunca quise poner mis ojos en ella, ¿Qué cabrón estúpido lo hace en la novia de su hermano? Medio hermano para explicar mejor. Efraín era menor que yo, mi mamá se juntó con su papá cuando yo tenía seis años. Trece meses después lo vi nacer. Para entonces, el imbécil que lo engendró ya se había ido, como tantos otros que mi ingenua madre siguió llevando a casa. Una depresión posparto y el abandono del que creyó una pareja confiable, la tuvo al borde del abismo unos meses y, pese a mi desconocimiento, fui quien tuvo que hacerse cargo de los cuidados mínimos que requirió el recién nacido. Al principio lo detesté, no paraba de llorar por todo, pero poco a poco me fui encariñando con él; tanto que un sentimiento protector nació para no irse jamás. Además, la inestabilidad de nuestro remedo de hogar, y los muchos miserables desfilando por la puerta, hicieron que nos volviéramos muy cercanos. Ambos nos hicimos compañía, en tanto atestiguamos los destrozos que cada uno dejó en la mujer más importante de nuestra vida.
Amaba a Efraín, tanto como a mi madre, por eso cuando llegó a casa con esa jovencita extraña que nos presentó como su novia, algo se quebró en mí. No porque ella no lo hiciera feliz, por el contrario, iluminó sus días de una forma tan extraordinaria que incluso llegó a contagiar a nuestra mamá; De ser medio desobligada, comenzó a encargarse de las tres comidas al día y tenerle la ropa bien presentable.
—Es para que Isabel te vea guapo, mijo. Tienes que cuidarla, es una muy buena chica y seguro más de uno la voltea a ver— decía a cada rato. A mí se me estrujaba algo dentro, porque yo era uno de esos.
Isabel no solo era buena, también muy linda. A pesar de los cabellos que siempre parecía tener fuera de lugar y que más de una vez la encontré intentando aplacar frente a los espejos de la casa. Los rasgos que la distinguían me fascinaban, de nariz un poco ancha, ojitos grandes y tupidas pestañas, era bella a su manera. Su mayor atributo era la sonrisa que nunca se caía de su cara, tan radiante como el sol de cada mañana. Su voz dulce era otra cosa que me rondaba la cabeza, provocaba que cada palabra que saliera de su boca fuera digna de ser escuchada. Éramos más diferentes que la noche del día, aun así, cometí la estupidez de que me agradara más de la cuenta. Al igual que mi hermano, ella tenía veinte años y un montón de sueños que cumplir, yo, en cambio, ya sentía los treinta sobre mi cabeza. Estaba resignado a trabajar dos o tres décadas como supervisor en la misma fábrica para aspirar al seguro social y una irrisoria pensión.
No tenía más sueño que el de ver a mis personas favoritas felices, fueron ellos quienes me inspiraron a seguir estudiando hasta terminar una ingeniería. Por lo mismo, tampoco busqué casarme, preferí seguir ayudando a mi mamá y evitar que se involucrara con otro mantenido que encima se creyera con el derecho de ponerle la mano encima, al último lo había tenido que correr a patadas yo mismo. Mi vida amorosa era un caos: tuve muchas novias, me encantaban las mujeres, pero como no las tomaba con la seriedad que la mayoría buscaba, terminaban por ponerme entre lo que podían descartar sin remordimiento. Sin embargo, mis muchas relaciones nada tenían de lo que llegué a sentir por Isabel. De ella mis ojos no se cansaban y una sonrisa indiscreta aparecía sin que me diera cuenta. Al principio catalogué aquello de una curiosidad natural por su singular atractivo y lo simpático de sus actitudes, nada para preocuparse. Era la novia de mi hermano y ya nos había manifestado sus intenciones de convertirla en su esposa, imposible pensar en ella de otra forma.
Por desgracia, aquello que iba germinando en mí creció hasta salirse por mis poros. Disfrutar su presencia se convirtió en un anhelo constante por buscarla que me tragaba viendo a otras o en turnos extras que me tenían fuera de casa la mayor parte del tiempo. Sentir que traicionaba a Efraín, provocó que me alejara de ambos. A ella la rehuía y cuando no era posible, ocultaba la felicidad de estar a su lado con enfado. Me obligaba a recordar los problemas del trabajo o cualquier otro contratiempo para que su calidez no me reconfortara. Mi mamá y mi hermano notaron mi cambio de humor, pero no dijeron nada. Con él hablaba menos, que su tema de conversación fuera la inminente boda con la mujer que no podía sacarme de la cabeza, contribuyó a que la distancia entre los dos se volviera una profunda grieta.
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Editado: 03.02.2023