Sin derecho a pensar en ti

2. Cuando me volví tu enemigo

Una tarde antes de navidad, Efraín quiso hablar conmigo. Tenía seis meses de haberse casado y como sus finanzas no eran las mejores, llevó a Isabel a vivir a nuestra casa con anuencia de mi madre. Por mi parte, opuse la mayor resistencia usando excusas baratas: “La casa es muy pequeña”, “Yo soy el que paga todo”, “Mi mamá necesita descansar, no alimentar más gente”. Con cada una, mi familia perdía agrado por mí. Lo sabía, actué como un patán desgraciado. Pero de verdad no la quería cerca, no iba a soportar verla al despertar y antes de dormir. Suficiente había tenido que contener por los dos últimos años. Ignoraba si lo que sentía era sano o una obsesión que no hallaba forma de extirpar. Desesperado, fui con un psicólogo porque lo único en lo que pensaba cada que me cruzaba con ella era en besar su boca y acariciarla entera. Más de una vez soñé que se dormía en mi pecho como lo hacía en el de Efraín y que, como a él, me hablaba despacito al oído. Fui a consultas que me dejaron la cartera vacía hasta que me convencí de que locura o no, era algo contra lo que no podía luchar. El psicólogo me dijo que la única era que pusiera distancia, que mientras lo que sentía no afectara a nadie no era malo, que lo malo era que a mí sí me estaba descomponiendo al grado de que estar en mi propia casa se volvió un infierno.

—¿Vas a pasar la noche buena con nosotros? —interpeló mi hermano con visible molestia, ignorante de todo lo que me obligaba a soportar para no amenazar su felicidad. Resoplé, igual de enfadado.

Desde que Isabel se convirtió en su novia, había compartido cada celebración con nosotros, obligándome a pasar las últimas con amigos o alguna pareja en turno que me emocionaba hasta que se iba y volvía a pensar en ella. Mi mamá ya me había reprochado, gritándome que era un desconsiderado por abandonarla en fechas tan especiales.

—No lo sé —respondí, fingiendo que no me importaba.

—¿Cómo no lo sabes, cabrón? Dime si sí o si no para saber qué comprar.

—Entonces no —gruñí y me levanté de la silla.

—¡Espérate! —No pude ignorar su petición, después de todo era mi querido hermano, el mismo al que había cambiado los pañales —. Neto, no me digas que es por Isa. Desde que estoy con ella ya nunca quieres estar con nosotros. Ella cree que te cae mal, ¿verdad que no es cierto?

«Claro que no» reflexioné, sin llegar a decirlo. ¿Cómo iba a confesarle que su esposa no solo me gustaba, sino que me tenía enamorado hasta los huesos? Ella nunca hizo nada fuera de lugar, ningún comportamiento impropio que hiciera aflorar algo más en mí que un cariño fraternal. Actuaba conmigo de la misma forma que lo hacía con el resto, excepto Efraín, que era el hombre que sí amaba. Lo que sentía por ella era mi culpa y solo mía, por permitir que mis sentimientos aplastaran mi buen juicio.

—Que no. Pero tengo mucho trabajo. Me canso y no quiero ver a nadie —sentencié sin mirarlo.

—Otra vez con eso. Ni que fueras el único que tiene un trabajo de mierda. No es razón para portarte como un imbécil, y menos con mi esposa. ¿Sabes cuántas veces la has hecho llorar por contestarle feo? También me parto la madre para aportar nuestra parte y no estar de arrimados. Si trabajas tanto es porque quieres. Así que más te vale resolver tu problema. Isa está embarazada y no nos vamos de aquí. Y cuidadito con que me la hagas sentir mal con tus pendejadas.

Esa noche al que se le salieron lágrimas de impotencia fue a mí. Impotencia que pronto se convirtió en rabia y desespero. No tenía derecho a hacerla feliz, pero saberme culpable de amargarle la existencia fue la gota que derramó el vaso. Que estuviera embarazada contribuyó a sentir que me partía en dos, al llenarme de tristeza y alegría en igual medida. La familia de mi hermano estaba creciendo, y yo era incapaz de sentirme feliz porque, aunque no quisiera, seguía deseando estar en su lugar. No podía seguir así, no era justo ni para ellos ni para mí.

Con el año que iniciaba tomé una decisión. Le hice caso al psicólogo, poner distancia era mi única salida. Busqué empleo fuera de la ciudad, enviando solicitud a cada vacante que me pareció tentadora. Un mes después, mi esfuerzo rindió fruto. Un buen trabajo, con el mejor sueldo que tuve hasta entonces y a quince horas por carretera de mi familia. Si mi mente y corazón eran tan ineptos para no funcionar a mi favor, los obligaría a hacerlo. A mi mamá le prometí seguir ayudándola, con lo que iban a pagarme, podría hacerlo pese a no estar a su lado. De Efraín e Isabel me despedí sin ganas, no podía ni verlos a la cara. Había rechazado su invitación para pasar navidad y año nuevo con ellos, y él todavía no lo superaba.

—A mí no me haces pendejo, te vas por nosotros —fueron las últimas palabras que recibí de su parte.

Isabel lo escuchó también, miró a otro lado con su carita plagada de nubarrones que oscurecieron mi alma. Recordé lo que me había dicho Efraín. Hasta entonces pensé que era imposible hacerla enfadar o sentir tristeza. No pude evitar preguntarme lo mucho que debió obligarse a sonreír para intentar agradarme. Saber lo que suponía hizo que respirar doliera y sintiera el corazón pesado, como si en su lugar tuviera una piedra.

—No le hagas caso a tu hermano, mijo. Está enojado, pero luego se le pasa —quiso arreglar mi madre. Después recordó algo —. Espérame tantito, te preparé de comer para que te lleves —Entró corriendo a la casa y me dejó frente a ella. Seguía sin mirarme, pero se armó de valor y levantó sus ojos. Dio dos pasos hacia mí, abrazándose a sí misma. No parecía que compartiera el enfado de su esposo, más bien era pena.




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