Sin derecho a pensar en ti

4. Cuando nos quedamos solos

El encierro consecuencia de la pandemia afectó de formas inusitadas a todos, mi familia quedó destrozada y yo con ellos. Sin las dos personas que fueron mi principal motivo, la vida parecía no tener sentido y los días se volvieron eternos. Rocío vivía en ese entonces conmigo, pasamos juntos el par de años que duró la alerta por esa maldita enfermedad y fueron sus brazos los que me sostuvieron en la caída que significó la muerte de mis seres amados. Pero luego, nuestra relación comenzó a tornarse agridulce para terminar en reproches y heridas mutuas que acabaron por separarnos. Ella se fue con un portazo y llevando en dos maletas lo que compartió conmigo. No voy a mentir, me dolió; fue la única que logró desterrar mi constante anhelo por Isabel, que se fuera me dejó otra vez a la deriva.

De la fuente de mi desasosiego no había sabido mucho, la llamaba de vez en cuando, en especial el día que nació mi sobrina y en los cumpleaños de Octavio. Eran esos dos hermosos niños los que con su inocencia amortiguaban el lacerante silencio entre su madre y yo. ¿Qué podía decirle para consolarla por la pérdida de su compañero? ¿Qué podía hacer para que se sintiera mejor si hasta pensar en abrazarla me fustigaba la conciencia? La culpa por enamorarme de la mujer de mi hermano no disminuyó ni un poco con su ausencia, por el contrario. Pensamientos catastróficos cayeron sobre mí, me preguntaba si mi amor por ella de alguna forma fue responsable de que nos fuera arrebatado. Si era así, yo también quería morirme.

Como en el pasado, fue mi entrega al trabajo lo que me salvó de abandonarme. No obstante, me transformé en un autómata que comía porque era la hora de hacerlo, para dormir y respirar era lo mismo. Despojos de mí eran los que caminaban en medio de un entorno frío y solitario como congelador. Una madrugada recibí la llamada que me sacudió la autocompasión de golpe. Respondí adormilado y dediqué varias maldiciones a la persona cuyo atrevimiento cortó un sueño reparador. Era la una de la madrugada, solía irme a la cama a las diez y que me despertaran me descompuso el humor. Mi voz agria se encargó de trasmitir mi molestia; para Isabel, al otro lado, fue la confirmación de su temor.

—Ernesto. Hola. ¿Cómo estás? Siento mucho llamarte a esta hora.

—¿Isabel? —pregunté, dudando que estuviera despierto o siguiera dormido, no sería la primera vez que la escuchara en mis sueños. Sacudí la cabeza, era real, estuve seguro cuando siguió hablando y vi su nombre en la pantalla:

—Sí. Necesito un favor. Me da mucha pena.

Sus palabras destilaban angustia, aunque se esforzó por ocultarla.

—¿Qué pasó? ¿Los niños están bien? 

—Sí. Sí. Ellos están bien, dormidos.

Respiré tranquilo, a esa altura ya me había espantado lo suficiente para que estar despierto no costara. Esperé un par de segundos en los que el silencio se adueñó de la línea.

—¿Isabel? ¿Sigues ahí?

Un llanto reventó la calma, uno que escuchaba por primera vez, el que brotaba de los ojos de Isabel en medio de entrecortados sollozos y moqueos que en vano intentó ahogar. Un temblor se adueñó de mí, no de frío ni de miedo, de desesperación por no poder ir a su lado en ese mismo instante y abrazarla para que se desahogara en mi hombro. Por la garganta sentí subir la opresión que saturó mi pecho de las peores sensaciones, las que surgieron del sepultado deseo por verla siempre feliz siendo vapuleado por lo que fuera que la atormentaba. Tras largos minutos, logró serenarse un poco y reveló la verdad de lo que había sido su vida sin Efraín.

La maldita pandemia había acabado con los ahorros de ambos, mi hermano se despidió al inicio y ella regresó a dar clases en línea al tener que hacerse cargo. Pero las escuelas no pagaban igual, pretendían que, con el salario reducido, sus empleados pudieran mantenerse. Aunque me hice cargo de los gastos médicos y de los dos funerales, nunca se me ocurrió preguntarle si necesitaba algo más. Sentí que era el idiota más grande del planeta, hundido en mi dolor, les fallé a todos. Su familia la apoyó, lo que permitieron sus limitados recursos. Llevaba meses sosteniéndose prácticamente con nada; las cuentas se le fueron acumulando, las de los niños y las de la casa de mi madre. Esa semana le habían comunicado que la renovación de su contrato no era posible por la reducción de la plantilla escolar, dándole la estocada final. Sin trabajo, sin esposo, sin nada a lo que aferrarse. Con sus padres viviendo igual o peor que ella, y un hermano que luchaba por sacar una familia de cinco adelante.

—Perdóname. Te juro que te pago todo en cuanto consiga trabajo. Solo aguántame ¿sí? Maite cumple años en una semana y quiero que tenga por lo menos un pastel.

Un préstamo, era todo lo que quería de mí. Fui su última opción tras pedirle a todos sus conocidos, saberlo me partió el alma. No podía quedarme solo con eso, le colgué asegurándole que le daría todo lo que necesitara, en el fondo pensaba hacer mucho más. Le deposité el doble de lo que pidió, era demasiado poco para que la ayudara realmente, y a la mañana siguiente comencé a buscar otro trabajo, esta vez de regreso a mi hogar. Velar por la familia que mi hermano adoraba se convirtió en mi prioridad; Era mi única intención, pero mi corazón traicionero, no se quedaría tranquilo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.