Sin derecho a pensar en ti

5. Cuando me necesitaste

La búsqueda de un empleo y el consecuente cambio de ciudad tardó tres meses en concretarse. A Isabel no le dije nada, no quería que pensara en el asunto, demasiado la agobiaban sus propios problemas. Tras recibir el préstamo, se mostró agradecida, aunque también avergonzada por mi aparente generosidad. Para mí no era tal, sino el pago justo por ser un desconsiderado. Le pregunté si necesitaba más y aseguró que no, con la alegría y el alivio de vuelta en la modulación de su voz. Escucharla seguía cautivándome pese a los años transcurridos. Disfruté cada palabra compartida como sediento de un vaso de agua, lo mismo con las muchas llamadas que se multiplicaron a partir de entonces e iluminaron el gris de mi vida.

La fecha llegó, no pretendía irme a vivir con ellos, aunque la casa fuera de mi madre y tuviera espacio suficiente. Para mí era una falta de respeto al recuerdo de Efraín, así que alquilé un departamento pequeño muy cerca de ahí. El día que toqué a su puerta, saltó de felicidad, fue un disfrute culposo que se lanzara a mis brazos y me permitiera estrecharla contra mi pecho. Correspondí inundándome de esas sensaciones tan bonitas que su presencia transmitía y que había extrañado sin darme cuenta. Recordé la última vez que la abracé así, fue el día de su boda, porque luego tocarla de cualquier forma era para mí una traición a mi hermano. Entre gestos amables, me invitó a pasar. Había dejado de pensar que me desagradaba y aceptó mi supuesta falta de afecto como parte de mi carácter. Me lo confesó y se deshizo en atenciones, culpándose por prejuzgarme. Al igual que a Efraín, la dejé suponer lo que le diera calma.

Tras el mejor de los recibimientos, comí en su mesa y con mis pequeños sobrinos revoloteando a mi alrededor, contentos de conocer al fin a su mítico tío. El único que me había visto antes era Octavio y ya no se acordaba. La pequeña Maite era igualita a mi hermano, y también tenía algo de mi mamá. Nada más verla se me humedecieron los ojos. Hablamos hasta que cayó la noche, los niños se habían dormido y ella seguía poniéndome al tanto de su vida. Juntos recordamos a Efraín y a mi mamá, en su familia también murieron dos tíos y una prima. En medio de vacíos, pérdidas y amarguras, nos refugió encontrar en nuestras diferencias un entendimiento mutuo que derrumbó sus temores y apaciguó mi culpa.

Unas semanas más tarde, Isabel encontró empleo. Su entusiasmo fue evidente, no era como educadora, pero el pago era decente y los horarios aceptables. Su mamá estuvo de acuerdo en ayudarla con los niños, iría por Octavio a la escuela y con Maite se quedaría toda la jornada. Me quedé con el ofrecimiento de hacerme cargo de todo trabado en la lengua, no quería ofenderla y valerse por sí misma la colmaba de satisfacción. Lo que sí hice fue visitarlos dos o tres veces por semana a mi hora de salida. Cenábamos y jugaba con los niños. A ella la escuchaba en silencio, atento a cada pequeño detalle que quisiera compartir. Aquellos fueron días maravillosos, en lo que un renovado y esperanzador aire llenó los huecos de mi existencia. El deseo por Isabel nunca se apagó, pero no tocarla dejó de ser una tortura. Podía estar con ella y mis sobrinos, imaginar que eran mi familia sin que hubiera entre nosotros algo más que un profundo cariño. Sin embargo, de vez en cuando, aparecía la sensación de estar usurpando un espacio ajeno y el recuerdo de Efraín me visitaba como un recordatorio de mi atrevimiento.

—No puedo creer que sigas soltero, con lo bueno que eres —dijo Isabel una de tantas noches tras regresar de dejar a los niños en sus respectivas camas.

Reí ante su ocurrencia. Acababa de terminar de lavar los trastes y en ese momento, limpiaba la mesa para que ella no tuviera que hacer nada.

—No te creas, soy un cabrón uñas por dentro.

Su mirada se estacionó en mí con suspicacia.

—Ernesto, ¿no eres gay verdad? —No supe si reír o llorar, que creyera que me gustaban los hombres, daba cuenta de su mucha ignorancia sobre lo que provocaba en mí —; Ya sé que has tenido novias, pero a veces pasa…

—No. No soy gay. Por dios, qué tarugadas se te ocurren —acoté para que dejara de contrariarse.

Suspiró, sus hombros pequeños se contrajeron y cayeron, viéndome con sincera compasión.

—Entonces no entiendo qué haces perdiendo el tiempo con nosotros. ¿No te dan ganas de casarte? Digo, no es que estés viejo, pero… Sería lindo que Octavio y Maite tuvieran una tía.

Por un instante, algo se me atravesó en la garganta, aquel amor escondido que se desbordaba en mi interior y que quería gritar al mundo entero, comenzando por ella. Respiré profundo y exhalé tan lento que el par de segundos de mi silencio la pusieron nerviosa.

»Soy una metiche, discúlpame. No sé ni por qué te estoy preguntando, es tu vida.

—No es eso. Tú puedes preguntarme lo que quieras. Lo que pasa es que hay alguien… —emití en voz baja. Ella logró escucharme.

—¿En serio? Qué emoción, ¿la conozco?

«Sí, la conoces, eres tú, la mujer que nunca podrá estar conmigo». Decirlo me habría liberado de la condena de ese amor que nació para no ser correspondido. Para mi buena o mala suerte no necesite hacerlo, porque cuando nuestros ojos se encontraron en el mutismo nocturno envolviendo nuestras tormentas internas, ella lo supo. Vio a través de mi alma y desnudó mi corazón con su intuición. Al instante, su actitud se volvió desatinada y a mí me entorpeció.




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